Vienen en bandas. A puñados, como quien sembraba los granos
de trigo en la besana detrás de la yunta. Vienen cuando la luz dorada de la
tarde echa un espurreo de arreboles y pone el cielo de esos colores que se
meten en el alma y, entonces, decimos: ¡Dios mío!
Son pajarillos barrunteros. No los espera nadie; no vienen
de ningún sitio y no van a ninguna parte. Sencillamente, porque lo marca su
biorritmo, han decidido ahora que ya cambia el tiempo, que por aquí, por el
Sur, se está más calentito en invierno. Ya han llegado los pichis, petirrojos,
carbonerillos, estorninos…
Los que buscaron cobijo, para pasar la noche, en los árboles
del parque no sabían que aquella no era su casa. (Ya lo avisó Albrti pero como
los pájarillo no saben leer…) En las ramas solo quedan gotas de la lluvia
pasada que caen sobre los transeúntes mañaneros.
Cantaba temprano el ‘pajarito del agua’ o sea el carbonerillo. Anunciaba con su canto
monocorde que siempre responde a la misma pregunta. “Pajarito del agua, ¿va a
llover?” Y nos dice, siempre, lo que queremos oír. Al medio día, debió irse de
siesta porque dejó de cantar y se echaba en falta su ausencia.
Por los olivares de la Cuesta del Convento tenían los
estorninos las aceitunas por suyas. Se iban y se venían a la espadaña del
Santuario desde las ramas de los olivos o de los suelos moteados por colores
de pasión. En la altura, junto al
pararrayos, se ven seguros y, cuando se aleja el posible peligro, vuelven a las
andadas.
Han comenzado las sementeras. Granos de hoy; mañana, espigas
de primavera. Espigas para el altar del Corpus, harina de molino para pan.
Tienen las besanas surcos largos. Ya no hay yuntas; los tractores dejan el
campo de color pardo. Por cierto, está
el campo como arrancado de un cuadro de Benjamín Palencia: ocres, amarillos,
cobres… Ya están aquí, como cada año, -
algunos muy desconcertados - los pájaros de otoño.
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