viernes, 17 de octubre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El Faúco

                                           



Tenía la pinta de personaje que pululaba por canceles de iglesias del siglo de Oro. Pudo vivir en la Sevilla de aquel tiempo, cerca de la Puerta de la Carne o en el Arenal, o junto a aquellos muchachos que se las buscaban en la estiba de los barcos que iban o venían de América.

El Faúco era un personaje con cierto parecido a los que Cervantes llevó a los papeles. Tampoco habría desteñido - porque tenía clase -  en la Sevilla espléndida y palaciega de abundancia, de dulces y convento, de campanas de maitines y rezos de madrugada. Singular, único, un modelo de pilluelo en un cuadro de Murillo…

En los días de invierno se metía dentro de un sarape y deambulaba por la calle. Siempre tenía el acento, la palabra y la postura reverencial del muchacho que estaba uno, o dos, o más peldaños por encima de los que se suponía que podría tener en el bagaje cultural que encerraba dentro de una barba mal afeitada y de un pelo largo y lacio.

Rafael, - su nombre -, tuvo una madre que, desde muy niño, siempre trabajó para él. Le amaso un pequeño caudal. Vivió de las rentas hasta que las malas cabezas, las junteras, ¡ya se sabe!, y ese devenir que a todos nos marca en la vida desde el momento que vemos la primera luz lo llevó a un final ni soñado ni, por supuesto, deseado. Entonces, comenzó a trabajar de camarero, de paleta, de peón…


El Faúco, era el creador de su propia filosofía parda. Según Rafael había  tres cosas en la vida que no servían para nada A saber: el mañana, la luna y llover en la mar. Y los razonaba. Si no vivo, ¿para qué quiero el día de mañana?; si el “lorenzo” no alumbra, la luna no existe; ¿no tiene el mar suficiente agua para que, encima, le llueva? Entrañable Rafael, donde estés, un abrazo.

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