Tenía la pinta de personaje que
pululaba por canceles de iglesias del siglo de Oro. Pudo vivir en la Sevilla de
aquel tiempo, cerca de la Puerta de la Carne o en el Arenal, o junto a aquellos
muchachos que se las buscaban en la estiba de los barcos que iban o venían de
América.
El Faúco era un personaje con
cierto parecido a los que Cervantes llevó a los papeles. Tampoco habría
desteñido - porque tenía clase - en la
Sevilla espléndida y palaciega de abundancia, de dulces y convento, de campanas
de maitines y rezos de madrugada. Singular, único, un modelo de pilluelo en un
cuadro de Murillo…
En los días de invierno se metía
dentro de un sarape y deambulaba por la calle. Siempre tenía el acento, la
palabra y la postura reverencial del muchacho que estaba uno, o dos, o más
peldaños por encima de los que se suponía que podría tener en el bagaje
cultural que encerraba dentro de una barba mal afeitada y de un pelo largo y
lacio.
Rafael, - su nombre -, tuvo una
madre que, desde muy niño, siempre trabajó para él. Le amaso un pequeño caudal.
Vivió de las rentas hasta que las malas cabezas, las junteras, ¡ya se sabe!, y ese
devenir que a todos nos marca en la vida desde el momento que vemos la primera
luz lo llevó a un final ni soñado ni, por supuesto, deseado. Entonces, comenzó
a trabajar de camarero, de paleta, de peón…
El Faúco, era el creador de su
propia filosofía parda. Según Rafael había
tres cosas en la vida que no servían para nada A saber: el mañana, la
luna y llover en la mar. Y los razonaba. Si no vivo, ¿para qué quiero el día de
mañana?; si el “lorenzo” no alumbra, la luna no existe; ¿no tiene el mar
suficiente agua para que, encima, le llueva? Entrañable Rafael, donde estés, un
abrazo.
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