Mi abuelo se levantaba al amanecer; mejor, antes de ser de
día. En este tiempo echaba un candelorio en la chimenea y cuando los rayos del
sol levantaban al personal ya había hecho el café y tenía la casa calentita.
Paco aparejaba los mulos y salía al campo donde siempre
había algo que hacer. Paco era un hombre bueno, muy bueno. A nosotros nos
llevaba subidos en uno de los mulos cuando había que ir por agua a la Fuente de
la Zorra o cuando se nos antojaba ir con él a la parte de la huerta donde
tocaba aquel día.
Mi abuelo sacaba las cabras – porque tenía dos cabras – y
las amarraba en el borde de vía del tren por encima de la trinchera y, luego,
se iba a sus cosas. Mi abuelo fumaba ‘Ideales¡
y bebía aguardiente matarratas. Nunca le faltaba. Lo guardaba en una botella de
color verde en la alacena de la casa…
Usaba una pelliza gruesa, fuerte; pesaba mucho. En los meses
de puesto aparejaba la yegua, armaba la
jaula con la sayuela para que el pájaro no se asustase y se iba a las lomas de
Virote. Yo fui muchas veces de cacería con mi abuelo. La tarde se me hacía muy
larga. Me aburría. Mi abuelo se quitaba la pelliza y me cobijaba con ella
cuando el frío arreciaba. Yo buscaba el calor del cuerpo de mi abuelo.
Al atardecer volvía a encender la chimenea. Yo nunca lo vi
leer un libro pero siempre consultaba el almanaque Zaragozano. Proyectaba las sombras de sus manos en la pared con la
luz del candil y componía unas figuras muy raras: la cabeza de una oveja o las
orejas de un conejo. Yo no sé qué hacía pero a nosotros nos llenaban de
ilusión.
Luego, el autillo ululaba cada noche. Los niños sentíamos
miedo. Cuando de madrugaba aullaban los perros entre la gente del campo –
porque en mi familia todos eran del campo – se presagiaba que algo malo podía
ocurrir… Al primer entierro que yo
asistí fue al entierro de mi abuelo; en la cabecera su hijo, o sea, mí tío; mi
hermano...
Entrañable.
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