Madrid, en otoño, después de un día de lluvia muestra, a
ratos, su cielo velazqueño: nubes que pasan, claros celestes que se asoman
desde las alturas, pájaros que han perdido el sitio… Un arce dorado – ya dejó
de ser de cobre – pimpollea en la esquina de Alegría de Oria con Alcalá. Sus
hojas cuentan horas de calendario.
Madrid tiene otro color. Están ocupadas por pedigüeños las puertas de las
iglesias; los pasillos del metro por músicos callejeros. Elevan los decibelios
de instrumentos eléctricos; piden unas monedas. Indigentes tirados en las
aceras. Hombres de color que vinieron en busca de otro mundo ofrecen sus
mercancías. No les compra nadie.
Son las otras estatuas de unas calles donde la gente lleva
prisa, mucha prisa, demasiada prisa. Coches raudos. Comercios de lujo con
guardias de seguridad en las puertas, restaurantes de muchos euros en la carta
de productos. Bichos vivos que se mueven en las peceras.
El Jardín Botánico, El Prado, el Círculo de Bellas…aguardan
la cola diaria. Cientos de turistas pasan por allí. Lo miran todo, lo
fotografían todo, lo andan todo. ¿Qué se llevan, realmente?
No están las castañeras de la Plaza de la Cebada ni en el
Mercado de San Miguel. Del Madrid de Arniches – que por cierto era de
Alicante y murió en la calle Monte Esquinza
14, en el barrio de Chamberí, donde lo recuerda una lápida –ni de Don Ramón de
la Cruz ni del de Galdós, queda nada, o casi nada.
“Madrid, Madrid, Madrid”, cantaba el Chotis. En México, como
pregonaba Agustín Lara, se piensa mucho en ti. En México y en otros muchos
sitios. “Rompeola de todas las Españas”
lo llamó don Antonio Machado. Se palpa tensión, desencanto, miedo…
Me he perdido, un rato, por este Madrid de cielo velazqueño
con celestes que se asoman, con pájaros perdidos, después de un día lluvioso de
otoño, de arces de hojas doradas con el tiempo contado y no precisamente por el
reloj de la Puerta del Sol…
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