martes, 14 de octubre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Niños

                                                             

Mi amigo vivía con su abuela. Su padre era maestro y tenía el destino en Almuñécar que yo no sabía dónde quedaba, pero sí que pertenecía a la provincia de Granada  y que estaba bañaba por las aguas azules y tibias del mar Mediterráneo.

Mi amigo tenía carácter de niño bueno y dócil. Era muy hábil en Matemáticas y aplicado; yo era díscolo y poco amante de hacer los deberes cuando salíamos de la escuela, cosa que mi amigo siempre hacía, con riguroso orden, y ante la mirada atenta de su abuela.

En la casa de su abuela vivían, también, dos tías, mayores, solteras de misa y comunión de diaria, de misal con cintas de colores para identificar las partes de la misa y velo negro de encajes que llevaban doblado, cuidadosamente y que, luego, en la puerta de la iglesia se colocaban sobre la cabeza.

 Las tías de mi amigo siempre se sentaban en el mismo banco. Al entrar se persignaban, con la señal de la cruz hecha sobre la frente,  después de mojado el dedo pulgar en la pila del agua bendita, musitaban, entre labios, una oración que nosotros no entendíamos nunca.

En casa de la abuela de mi amigo trabajaba una mujer mayor, muy gruesa y viuda, de muy mal genio y con un pronto de tormenta. Se llamaba Frasquita. Franquista nos defendía a ‘su’ niño, y a mí, de otros niños.

Los otros niños eran los niños de los civiles que vivían, unas cuantas casas más allá, en el cuartel, y de otros niños de otras calles porque la calle era el lugar de encuentro de muchos niños.


Cuando nos hicimos mayores, mi amigo y yo seguimos siendo amigos. Un día aciago a mi amigo le dio un mareo en el trabajo. Lo llevaron en ambulancia al hospital. Pruebas y más pruebas. El diagnóstico: un astrocitoma de grado…. 

Escribo y me acuerdo de Miguel, de Miguel Antonio, que  así se llamaba y que sigue siendo mi amigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario