Mi amigo vivía con su abuela. Su padre era maestro y tenía
el destino en Almuñécar que yo no sabía dónde quedaba, pero sí que pertenecía a
la provincia de Granada y que estaba
bañaba por las aguas azules y tibias del mar Mediterráneo.
Mi amigo tenía carácter de niño bueno y dócil. Era muy hábil
en Matemáticas y aplicado; yo era díscolo y poco amante de hacer los deberes
cuando salíamos de la escuela, cosa que mi amigo siempre hacía, con riguroso
orden, y ante la mirada atenta de su abuela.
En la casa de su abuela vivían, también, dos tías, mayores,
solteras de misa y comunión de diaria, de misal con cintas de colores para
identificar las partes de la misa y velo negro de encajes que llevaban doblado,
cuidadosamente y que, luego, en la puerta de la iglesia se colocaban sobre la
cabeza.
Las tías de mi amigo
siempre se sentaban en el mismo banco. Al entrar se persignaban, con la señal
de la cruz hecha sobre la frente, después de mojado el dedo pulgar en la pila
del agua bendita, musitaban, entre labios, una oración que nosotros no
entendíamos nunca.
En casa de la abuela de mi amigo trabajaba una mujer mayor,
muy gruesa y viuda, de muy mal genio y con un pronto de tormenta. Se llamaba
Frasquita. Franquista nos defendía a ‘su’ niño, y a mí, de otros niños.
Los otros niños eran los niños de los civiles que vivían,
unas cuantas casas más allá, en el cuartel, y de otros niños de otras calles
porque la calle era el lugar de encuentro de muchos niños.
Cuando nos hicimos mayores, mi amigo y yo seguimos siendo
amigos. Un día aciago a mi amigo le dio un mareo en el trabajo. Lo llevaron en
ambulancia al hospital. Pruebas y más pruebas. El diagnóstico: un astrocitoma
de grado….
Escribo y me acuerdo de Miguel, de Miguel Antonio, que así se llamaba y que sigue siendo mi amigo.
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