Fuera arreciaba el temporal. Llovía, incesantemente, desde
hacía días. Las cabras, en el corral, con las ubres llenas berreaban de dolor.
Pedían la mano del cabrero y el alivio
del ordeño. El porquero no podía salir al campo y en la cuadra las bestias
despedían olor a paja caliente….
Flotaba, en la casa, como todos los días de agua un vaho de
calor que venía de la chimenea. Se alimentaba con troncos grandes. No se
apagaba en todo el día y sólo en las horas de la madrugada, se dejaba como
adormecida, antes que los gañanes comenzaran con las pasturas a las yuntas.
El niño, cuando se levantó, escuchó un murmullo de gente que
hablaban entre ellas. Se había roto el silencio de todos los días. Eran voces de
hombres, voces roncas, recias, duras. Como es la voz del hombre del campo
cuando llega un problema.
No supo el niño el tiempo que llevaban allí pero dedujo que
debía haber transcurrido un rato largo porque las mujeres les habían hecho café
negro. Café de cebada que era lo que se tomaba entonces. Sobre la mesa un
azucarero de aluminio y tazas de porcelana.
Los hombres fumaban; se daban tabaco entre ellos. Lo sacaban
de una petaca de piel que se enfundaba una en la otra, liaban el tabaco molido
en un papel fino y opaco, y tras dar varios golpes secos al mechero, arrimaban
la mecha…
Al cabo de un rato, el cielo dio un descanso, amainó y
alguien dijo que había que aprovechar la ‘clara’ y ¡en marcha! El niño vio como
entre cuatro hombres cogían los extremos salientes de un catre. Una mujer
vieja, arrugada y hecha una pasita se movió debajo de unas mantas.
Las mujeres remetieron los extremos de las mantas, le
acomodaron la cabeza, y procuraron que los pies fuesen en caliente. El niño vio
como abrieron las dos puertas de la casa para que pudiese salir aquello que,
mucho tiempo después, supo que era una camilla y en la camilla iba una mujer
que, según decían, no llegaría viva al
pueblo.
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