Era la escuela de los mapas de hule y recreos en la calle, de
pupitres bipersonales y tinteros de porcelana; era la escuela donde se formaron
aquellas amistades de todavía duran. Era la escuela de libretas con dos rayas y
una estampa de la Inmaculada de Murillo
en la pared, de los retratos de dos prohombres de la Patria en el testero
principal y, en medio, un crucifijo. Otra, escuela.
Los maestros eran hombres de otra
pasta. Y digo de otra pasta porque tenían que encauzar una panda de pilluelos
más avispados en las cosas que no se debían hacer que en las de provecho; más
pendientes de las moscas que volaban que de las pizarras llenas de cuentas…
Don Gonzalo era el espíritu de la bondad. La jauría (eran
los tiempos de las primerísimas letras) nos movíamos al antojo y él, que sonría
a todo, nos dejaba hacer. “Don Gonzalo, le dijo un día un inspector, parece que
le hacen a usted poco caso los niños”. Pues “si viese usted el caso que yo les
hago a ellos”. Cuando pasó el tiempo, don Gonzalo me incubó el gusanillo del
gusto por la Historia.
Don José Oropesa fue quien más me marcó. De mediana estatura
y complexión bondadosa. Hacía suyas las palabras de don Antonio Machado: “un
hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Nos llevaba de la mano. Nos
embebía con sus historietas y con la forma de presentarnos las cosas.
Cuando entrábamos en el horario de por la tarde don José siempre iniciaba la sesión
con un dictado. Un alumno a la pizarra y, los demás copiábamos y escribíamos todo
aquello que emanaba de su voz. Algunos dictados quedaron en el recuerdo para
siempre: “Resonaba en el fondo de la galería un piano destemplado que parecía
balbucear de mala gana…”
Y, después, cantábamos lo de Machicacho, en Vizcaya; Ajo, en
Santander y Finisterre en La Coruña…y, cuando llegaba mayo, un coro infantil
invitaba: “Venid y vamos todos con flores a María…” y ¿luego?, ¡Ay, luego!
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