Rosario - la Rosario de la que escribo hoy está lejos, muy
lejos - tan lejos que la baña el Paraná por el que suben y bajan barcos
cargados de mercancías. Vienen o van. Traen brisas de otros mares. Gaviotas
que, como otras de antaño, saben de olas grandes, de espumas de sal. Bañaban
cubiertas repletas de emigrantes camino de la tierra de promisión.
Rosario desde la lejanía
-uno nunca ha estado en Rosario, pero le echa el ojo, a un ramillete de
fotografías – parece una ‘Chicago’ en chiquito. Como de juguete. Ambas flirtean con su río. La ciudad yanqui con el
que le da nombre, y se va, y busca el Mississippi; Rosario con el Paraná. Se
une, aguas abajo con el Paraguay y, de allí, al Mar de la Plata y a la mar océana.
Vive José Luis – José
Luis Delgado- junto al río, en Rosario.
Añora su tierra malagueña, añora España… La España que él dejó no tiene nada
que ver con la España de hoy. Los nacionalistas hacen bueno el refrán: “vuelta
la burra al trigo”; un obispo culpa a las víctimas; gente que vive de mentiras
y chantajes; cosecha abundante de sinvergüenzas y corruptos…
Cuenta William Saroyan, en la ‘Comedia Humana’, que Homero
Macauley, el muchacho repartidor de telegramas,
recibió al soldado amigo de su hermano Marcos, muerto en la guerra – como
todas – absurda. Le enseña Ihtaca, California. No hace falta. La conoce al
dedillo. Se la había contado, tantas veces, que sabe de las calles por su
nombre… Ulises, el niño pequeño, observa y mira.
Maestro, dicen que le dijeron, en cierta ocasión a Agustín
Lara ¿cómo escribió Granada si nunca había estado allí? “Por eso, por eso,
-contestó- Granada, tierra soñada por mí…” Rosario, la veo junto al río. Un río
muy grande por donde también subieron muchos españoles buscando lo que aquí no
tenían. Rosario, Rosario…
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