Está donde siempre. A sol naciente, frente a los Lagares y,
a poniente, en las faldas de El Hacho; abajo el río. El río se escabulle entre
las huertas. Este año parece que aguantan - las huertas - más el verde que otros o será porque las lomas
están huérfanas de otoñada y pardean más de lo que deben hacerlo por estos días.
Se va el río camino de la mar. Se siente cercana. Casi al
alcance de la mano, pero no se ve. Hay más sol porque amanece antes; las tardes
son como pensar un rato, despacio. Como decía la madre de una amiga mía: “aún
hay sol en el peral”. El sol dorado –porque no hay un sol mas dorado como el
que se va, en otoño, por monte Redondo-
tiene la Gracia de Dios.
Dice mi amigo Antonio Javier Trujillo, siguiendo el consejo
de otro amigo, “que siempre hay que volver al pueblo”. Y ha vuelto pero no nos
hemos visto. Será por culpa del tiempo… será porque me fui al campo. Sabía, por
su madre, que venía pero no nos hemos visto.
Ha vuelto, también, por estos días, mucha más gente al pueblo. Otra gente. Vienen
a lo que vienen y, algunos, de paso, a echar un rato, corto porque siempre traen
bulla, con los recuerdos. Por cierto, a
quien tengo muchas ganas de ver, porque haya vuelto, es a Manonillo, “el
Albulaguero”… Las ha pasado negras, negras, negras…
Hay que volver al pueblo. Calles largas; casas blancas y el
cielo casi siempre azul. Si la veleta de la Veracruz apunta a sol naciente,
sopla Levante, nubes mañaneras: abren al medio día; si hacia la Cancula, cielo
limpio y día claro; si es al tejado de La Balita, (casi nunca) agua segura.
Anuncia que vienen vientos atlánticos…
El pueblo siempre recibe al que viene. Espera y no tiene
prisas. Está donde siempre. Si le hacemos caso a Juan Ramón se hace nuevo cada
año y, ofrece sus casas blancas, su cielo con palomas que vuelan, con gorriones
en los árboles del parque, con niños que juegan, con campanas que tocan en el
campanario…
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