Venía el aire de arriba racheado y recio. Entraba por entre
las claros del puesto y hacía frío. Mucho frío. Se hacía más intenso conforme
la tarde se iba y, el sol dorado del otoño hincaba la cresta por lo alto de
Sierra de Aguas.
El niño se acurrucó en la pelliza del abuelo. En el tanto -
sin sayuela -, el reclamo llamaba; no le
respondía el campo. Por una tronera, camuflada, la escopeta de dos cañones, esperaba
el momento. La tarde se hacía larga, tan larga que el niño miraba y miraba y,
como le decía su abuelo tenía que estar muy callado para no espantar a los
pájaros, ni siquiera se movía…
Dónde apeonaban los pájaros aquella tarde no lo sabía nadie.
El abuelo del niño amarró la yegua overa en unas palmas, más allá del majano
grande, conforme se caía hacia la cañada. Desde el puesto no se veía la yegua
pero el abuelo y el niño sabían que la yegua estaría allí cuando ellos
volviesen ya casi si luz.
Pasaba - mejor, para el niño no pasaba - la tarde. De pronto
se arranco el pájaro de la jaula. Respondía el campo… Apareció, apeonando uno,
otro, y otro. Eran tres. El niño miraba con los ojos grandes y muy abiertos. Se
entrecortaba la respiración. El abuelo no perdía vista…
El pájaro de la jaula se hacía polvo. Entre dientes el
abuelo comentó: ‘no entran, puñeteros, no entran’ y el niño, en su impaciencia
dio un brinco en el puesto y con voz de quien espera mucho preguntó: ¿dónde
abuelo…?
La volada traspuso el viso y llegó a la loma de enfrente. Enmudeció el
pájaro de la jaula y el abuelo, con voz de mando dijo: “vámonos”. El niño, de
grande, supo que en los puestos hay que estar calladito - como en la vida - y que
él, en su recuerdo, agradecía no haber sido nunca cazador.
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