Se quieren a muerte. O sea, se odian. No hay más que
asomarse a un telediario. Los abrazos efusivos, las sonrisas abiertas, las
caras de felicidad y esas posturas de galanes de cine o estrellas (todavía no estrelladas)
pero lo conseguirán, seguro, lo cantan desde lejos.
La hipocresía es el boato exterior. Cuando el banquero que
arruinó a media España (la otra no tenía dinero para entrar en Banesto y se
escapó de chiripa) se peinaba con aquel pelo brillantísimo, muchísimos jóvenes
españoles querían peinarse así, vestir traje azul con rayitas disimuladas y
ser… Mario Conde.
Cuentan de Ramón y Cajal que acudía humildemente a su
trabajo; que casi no daba importancia a lo que hacía y que pasaba horas y horas
en el laboratorio; don Gregorio –don Gregorio Marañón- al que muchos ya ni
conocen se autodefinía como un ‘trapero’ del tiempo, y de Jiménez Díaz, que al
concluir su última lección magistral, le daba tres consejos a los futuros
médicos. “Estudiad, estudiad, estudiad”.
En la España de las televisiones de basura; de políticos con
las mejores facas de Sierra Morena; de tertulianos con más cuento que Calleja, no tendrían cabida.
Esas tres figuras en la España de hoy, como que no. No le demos más vueltas.
Dicen –yo no sé si es verdad- que coincidieron en su
estancia en Madrid, el doctor Fleming y Jorge Negrete. El pueblo enfervorizado,
aplaude, grita, proclama y vitorea al que cantaba rancheras. No hay que
asombrarse. De aquellos polvos, estos lodos.
Las sementeras piden agua. Está reseco el campo –una parte
del campo – porque no ha caído ni una gota. La yerba agostada proclama que el
verano ha sido largo. Más largo que el ofrecido por Wert a los Erasmus. Hace
falta agua que refresque y fertilice. De la que tiene que bajar del cielo y de
la otra. Ustedes me entienden.
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