¿Te acuerdas, Ignacio, del olor de la panadería cuando
apuntaba el alba…? Olía a pan caliente, a horno caldeado con retamas y aulagas,
a vaho reconfortable. Al pasar, por delante de la puerta, en los meses de
invierno, pulseaba al frío de la calle.
Olía el pueblo a pueblo. O sea, a esencia que estaba al
redoblar de cada esquina. Cuando llegaba abril, de las huertas subía olor a
perfume de azahar que embrujaba el aire; en las noches cortas de verano, olía a
rastrojo y a parva seca y, en otoño, a tierra mojada con las primeras lluvias.
Por el Camino Nuevo, ‘de la fábrica’ de Mariscal, subía aroma
a aceite nuevo. Llegaban las aceitunas al molino. Gloria de Dios arrancada por la
mano del hombre al olivo. En el patio, lleno de capachos de esparto, daban cita
al vaciado de los sacos - sudaban ya aceite nuevo- en las trojes. Era la lista de espera para la molienda.
Cantaba en las cercanías de las almazaras el alpechín y el
orujo. Algo flotaba por el aire y, no
sabíamos qué, pero sí que la fábrica estaba allí, incluso en los meses en que
la fábrica estaba cerrada.
Las mujeres - casi todas vestidas de negro – daban, a las
fachadas de las casas, bajeras de cal blanca… La pared impoluta y, el filo del
dintel de la puerta, de añil refulgente. Reverberaba con el sol de la siesta y
el azul, entonces, era más azul y, el blanco, más blanco.
Entre dos luces, volvían las piaras de cabras al corral.
Pasaban el día en el campo. El cabrero con zurrón y perro… Invadían por un
momento las calles. Y, como decía Juan Ramón, el pueblo se hacía nuevo cada año
y seguían tocando, cada tarde, las campanas del campanario… El pueblo olía a
pan caliente, aceite y campo.
Que razón tienes amigo Pepe, el estomago empieza a pedirme ese pan calentito con pringue colorá y si además hay unas aceitunitas machacá lo cubrimos todo.
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