5 de noviembre, domingo. Mi
amigo y yo llegamos a Salamanca una tarde ventosa y fría. De la estación nos
fuimos, sin parar, a un hostal viejo de la Plaza de San Benito, cerca del
convento de la Dueñas y no lejos de la Catedral. Mi amigo conocía el hostal
porque se había hospedado allí cuando iba a examinarse al Instituto en los años
en que su padre trabaja en la construcción de la presa de Almendra.
La pensión ocupaba el segundo
piso de un edificio viejo. La fachada era de piedra que tomaba el color dorado
cuando el sol de la tarde declinaba por el campo charro camino de Portugal. El edificio tenía una puerta fortísima de
castaño y muy antigua. Se ascendía por una escalera de mármol muy desgastado.
La orillada un pasamano con hierros verticales pintados de negro. Era un lugar
barato para alojar a estudiantes de paso, a gente con pocos posibles y a
algunos que llegaban al final de puerto casi con lo puesto.
Desde el punto de vista de la
comodidad aquello solo era apropiado para muy poca gente. Entre ellas estábamos
nosotros, dos aventureros con un kilométrico de tren y muchas ganas de andar
los caminos. Salamanca estaba en el programa porque mi amigo tenía concertada
una visita con un profesor de la Universidad al que conocía desde hacía mucho
tiempo y que tenía interés en presentármelo.
Del techo de salón de la
pensión pendía una lámpara vieja con muchos cristalitos, engarzados en una
cadena y donde se había depositado el polvo desde no se sabía cuándo que era el
tiempo que había pasado sin que nadie hubiese tenido el atrevimiento de pasarle
una simple bayeta humedecida. En Portugal – lo supe muchos años después – a ese
tipo de lámparas las llaman luminária.
Después de cenar – la sopa
estaba hirviendo – salimos a dar ‘una vuelta’. Mi amigo me llevó por calles
bellísimas. Por cierto, ahora después de haber pasado tanto tiempo la recuerdo
como una de ciudades más bellamente iluminadas que he visto. Salamanca siempre
es “arte, saber y toros” y de noche, además, embrujo.
A la mañana siguiente fuimos a
ver al profesor. Nos acogió con una amabilidad proverbial. Hablamos de muchas
cosas. Realmente, él fue quien más hablaba. Cuando nos despedimos me dijo algo
que no he olvidado y que he recordado muchas veces: “Cuando se tiene miedo a
perder algo, se pierde”. Yo, entonces. no sabía eso de la Ley de Murphy….
Un tren, un kilométrico en el
bolsillo, poco más de veinte años, una mochila a la espalda…
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