21 de noviembre, martes. Me da
ternura, nostalgia, pena…. No sé. No sé qué me trae su recuerdo cuando me pongo
a hilvanar estas palabras, engarzadas unas con otras como las cuentas de un
rosario de sentimientos que ni es de madera, ni de marfil, ni es el rosario de
mi madre.
- Que está ahí “el Rapo”,
anunciaba Inés, desde la puerta de la casa…
- Dile que entre, le respondía,
mi abuela.
“El Rapao” era un
hombre muy grande, o al menos me lo parecía a mí, que era un niño pequeño. “El
Rapao” traía un montón de ilusiones. Juan, que era su nombre, debía medir
algo así como un metro ochenta o poco más, pero para mí era un gigante por su
cuerpo y por todo lo que venía con él de ilusión, de magia, de asombro.
Tenía los pelos blancos y usaba
unas gafas de cristales redondos bordeadas de latón y patillas de alambre.
Muchas años después supe que un hombre que se llamaba Gandi tenía unas gafas
como las suyas. Cuando yo lo descubrí ya no estaba Juan “el Rapao”.
Se presentaba a eso de media
mañana. Venía andando por el borde de la vía. Nunca tenía prisa ni para llegar
ni para irse. ¿De dónde venía aquel hombre solitario? ¿Adónde iba? ¿Lo esperaba
alguien?
Siempre traía en los bolsillos (dos
bolsillos grandes), a ambos lados de su blusa de tela recia unas pequeñas
marionetas que sacaba lentamente, sin prisa, porque Juan nunca tenía prisa para
nada y las ponía sobre el poyete del rancho.
Yo las escudriñaba con ojos de niño curioso y veía a la bruja que
llevaba un paño negro sobre la cabeza y a un viejo con la nariz muy larga.
Llevaba también un niño con un pantalón de babero, pero a esa marioneta casi
nunca la accionaba…
Mi abuela le ponía un tazón de
café negro con un chorreón de leche de cabra. Juan lo migaba y lo apuraba
lentamente. Al menos a mí me parecía que lo hacía muy despacio. Me corroía la
prisa porque yo quería ver a las marionetas moverse cuando Juan las elevaba en
el aire y hablaban entre ellas…
Juan, terminado el tazón de
café, se sentaba debajo de la parra en una silla baja. Hablaba cambiando la voz
y yo creía que eran las marionetas quienes se decían entre ellas las cosas
malas que yo había hecho y conocían que un día me fui al borde del río, a la
nerisca de Lería sabiendo que eso estaba prohibido…
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