29 de
marzo, martes. En invierno, el aula de Ciencias Naturales era
oscura. Estaba en los bajos de la rotonda, conforme se bajaba por la escalera
de caracol, a la derecha. Era una sala amplia, con ventanales que daban al
patio – a aquel espacio de expansión se le llamaba patio, pero no lo era –
donde se jugaba al fútbol, al frontón o simplemente se paseaba.
El techo era alto, en uno de
los laterales, a la derecha de la mesa del profesor y frente a los ventanales,
estaban las vitrinas que guardan el material propio del aula. A mí lo que más
me gustaban eran las aves disecadas. Había un puñado de pájaros de diferentes
tamaños y colorido en las plumas que alguien había puesto allí para completar
nuestra formación. A sus pies tenían el nombre científico, y una pequeña
leyenda, que casi nadie leía.
En otra de las vitrinas estaba
colocada la mineralogía. Era algo frío, distante, poco atrayente. Los pájaros,
aunque disecados, tenían un interés de algo que en su día tuvo vida, pero la
mineralogía, pues eso, como que no.
-
Don Remigio, ¿esta piedra…?, preguntábamos,
iniciando la provocación al profesor.
-
Hijos, - don Remigio era un resorte y atronaba –
no seas bruto, eso no es una piedra, es un mineral…
Don Remigio era un hombre
mayor, alto de estatura, con la cabeza blanca y acento de Valladolid, lo que
daba aún más sensación de corrección en su lenguaje, ortodoxo, pulcro,
correctísimo. Vestía un traje gris,
camisa blanca y corbata negra. Su mesa, la mesa del profesor, estaba en la
cabecera del aula sobre una tarima, que lo elevaba – en sabiduría y gobierno –
sobre todos nosotros.
Don Remigio era un hombre
bueno. A mí me parecía que era muy bueno y que intentaba sacar de nosotros todo
lo que llevábamos dentro sin apartarse de la metodología que imperaba en aquel
tiempo (yo me aprendí de memoria toda la cristalografía… Hoy me pregunto ¿para
qué? Pero no obtengo respuesta). Don Remigio era también el director del
Instituto Femenino que estaba en calle Gaona…
Por los ventanales, los días de
viento de levante, veíamos como se agitaban las ramas de los eucaliptos,
esperpénticas, desarboladas, como si asidas al tronco de donde habían salido,
luchasen por sobrevivir que era su sino ante las fuerzas telúricas. ¡Qué tiempos,
Dios mío!
No hay comentarios:
Publicar un comentario