A eso de media mañana, o sea un
poco antes de esa hora en que los monaguillos tocaban las campanas de la
iglesia y la gente del campo – hasta donde llegaba su tañido – rezaban el
Angelus, hace unos días, vino Rafael. Teníamos ganas, él y yo, de echar un rato
y lo echamos.
Hablamos de muchas cosas – “compañero del alma, compañero”, escribió
Miguel – que teníamos en el recuerdo
para compartir. Recordamos de cuando él se las anduvo por Haro y por Asturias.
Me contó que conoció a Víctor Manuel, cuando su padre era factor que despachaba
billetes en la estación de ferrocarril de Mieres… Anécdotas sabrosas. Uno en
esas ocasiones, recurre al tópico: “que chico es el mundo”.
Me habló de cómo soplaba el
aire que viene del Moncayo en los temporales de invierno, y de todo lo que ese
monte supone para las tierras de Ágreda. Yo le dije que recordaba una tarde en
la que me senté un rato, a las puertas del Monasterio de Veruela, en la Cruz de
Piedra, en el mismo sitio donde se sentaba Bécquer a esperar el correo de
Madrid que llegaba cuando ya casi oscurecía.
Le conté que aquella mañana,
había recorrido las librerías de Tarazona y que no encontré en ninguna, ni una
sola obra de él…
Y que aquella tarde – ese día iba solo – sentí, además de la admiración
que siempre me ha brotado hacia Gustavo Adolfo, una sensación de tristeza
enorme en la maneracómo lo habían tratado las circunstancias en las que se vio
envuelto y de la ingratitud que la sociedad le devolvía. Pensé en lo que
significaba que su obra se publicó casi por conmiseración y después de su
muerte…
El Moncayo, - aquella tarde y
ahora también, aunque yo me encuentre muy lejos - estaba frente a mí como la
mole que es. La mole sagrada de Aragón, enclavada en la tierra donde se acaba
la vieja Castilla la Vieja… Rafael y yo hablábamos también de otras cosas y
mezclábamos los recuerdos y las experiencias que enriquecían – de lo malo,
mejor no acordarse – nuestras vidas.
Cuando se fue, el cielo estaba
entoldado de nubes plomizas. Dice el hombre del tiempo que va a soplar fuerte
el viento de Levante y ya se sabe aquí, con esas corrientes de aire, no llueve
nunca. ¡Con la faltita que está haciendo, Dios mío!
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