27 de
febrero, domingo. Desde primeras horas, el cielo dejó dicho que
el sol hoy no tenía paseo. Es más, hasta rompió el refrán: “no hay sábado sin
sol, ni mocita sin amor”. Pues naranjitas de la China. Lo de las mocitas sin
amor, no, no. Lo del sábado sin sol.
Cielo entoldado, todo cubierto
desde las primeras horas del día, viento del suoreste (al menos eso indicaba la
veleta que tengo en la esquina de la parra) con tan poca intensidad, que
parecía que estaba echado. O sea, apuntaba al Golfo de Cádiz que es por donde
entran las borrascas que traen en su interior la Gracia de Dios.
Tenemos tantas ganas de lluvia
que parece que espantamos el agua. Un amigo al que le he comentado cómo estaba el
día, me ha preguntado que qué es eso de espantar el agua. No he sabido que
decirle… Leí en cierta ocasión, que los hipocondríacos atraen a las
enfermedades. Desconozco que nombre se le puede aplicar a eso de desear el agua
de lluvia…
Las predicciones
meteorológicas, al menos a las que tengo acceso, informaban de la probabilidad
del cien por cien de lluvia. Seguro que eso debe ser otra cosa porque cumplir,
al menos por lo que yo entiendo de esta estadística, como que no.
Desde Uriquí capté cuando caía
la tarde, la foto que ilustra el artículo. Las cumbres de los montes de
enfrente, se recortan en un cielo gris, espeso, opaco y sin ninguna fisura por la
que pueda filtrarse algo de azul.
Baja la ladera un caserío
blanco, disperso y distante. Ese caserío está orientado a poniente. Juega con
la ventaja de ver cómo se va el sol cada tarde. Hoy se ha quedado compuesto y
sin novia, porque la luz ha jugado al escondite durante todo el día.
En la media distancia, el
castillo de Las Torres. ¡Cuánto tiempo oteando el horizonte! ¡Cuánto sabrán sus
muros desvencijados por el paso de tiempo de las esperanzas incumplidas, de los
sueños hechos añicos, de los deseos como los que llevamos acumulados durante
estos meses que se quedan en apetencias y en esperar que… ¡otra vez será!
En primer plano, el pueblo. El
pueblo blanco de tejados pardos… Álora, a medio camino entre el mar desde donde
tienen que venir las borrascas que no llegan y las tierras interiores de la
provincia de Málaga…
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