La estación no es lo que era.
Ha perdido el sabor a estación, el olor a trenes de vapor que despedían
gandinga o el que dejaba el tránsito de viajeros.
Nunca se aprende bastante para
viajar por el mundo. La estación era un libro abierto. En cada hoja aparecía
los personajes. Iban o venían a distintas horas del día. En los trenes de madrugada
los del trabajo mañanero. Entonces poca gente tenía el trabajo fuera del
pueblo. A medida que avanzaba el día, eran otros lo viajeros.
Había también un mundo entre el
personal que atendía en la estación. El Jefe era la máxima autoridad. Trabajaba
en su despacho propio, se le hablada de usted y se le anteponía el ‘don’ al
nombre. Algunos Jefes de Estación tenían su propio domicilio en la parte
superior del edificio y al que se accedía por una escalera exterior.
Los factores, si la estación
era de consideración, había dos, de Gran y Pequeña Velocidad. Los hombres
rellenaban unos cuadernos de hojas de color amarillento y sepia donde anotaban
todos los movimientos de las facturaciones. Uno de los factores era el
encargado de despachar los billetes a los viajeros que siempre creían que
tardaba mucho en abrir la ventanilla y les entraba una zozobra interior en la
creencia que podría perder el tren.
El equipo de mozos transportaba
la paquetería. Su trabajo era más intenso en los trenes de mercancías que
avanzaban o retrocedían según la necesidad de carga y descarga y que siempre
estaba dirigida por un hombre con una trompetilla de latón dorado. Se cubría
con una gorra y daba las órdenes al maquinista. Había otro personal ‘técnico’
que cambiaba las agujas de las vías para dar acceso a los trenes por el andén
oportuno, el guardabarreras…
Pululaban también otros
personajes: el que vendía avellanas, el que hacía rifas con truco, el que
llevaba un cubo con gaseosas, el que ofrecía dulces en un canasto de mimbres….
Los ociosos que se pasaban las horas y la horas…
La cantina era algo consustancial
a la estación. El hombre de la cantina disponía de la información, de toda la
información que demandaban los viajeros puntualmente. ¿El correo? Trae dos
horas, decía, de manera mecánica, todavía no ha salido de Bobadilla y seguía
con sus operaciones de lavar los vasos del café a los que luego sacaba lustre
con un paño blanco…
Los que hemos vivido el tren, más o menos cerca, guardamos una eterna memoria de los viajes, aunque nunca subiéramos a alguno. El paso del tren nunca es indiferente. Por mi pueblo pasa, pero no se detiene. Por eso escribí:
ResponderEliminar"Sobre la estación vacía
la paloma se posó:
metáfora de pañuelo
de un desesperado adiós..."
Aquí, a esta nostalgia, me ha traído tu artículo, querido Pepe.