Dicen que no pasa el tiempo y que
los que pasamos somos nosotros. No lo sé. Tampoco voy a entrar en
planteamientos filosóficos. Da lo mismo. Tengo muy claro que la velocidad es lo
contrario a la quietud, y hay demasiada prisa.
Cuanto yo era niño, lo veía todo
lejos, muy lejos. Tardaban una eternidad en llegar la Semana Santa, la Feria
con los carricoches para los que no teníamos ni la peseta que costaba el paseo,
las vacaciones del verano, o los Reyes Magos… Total, ¿para qué? si luego eran
unos calcetines, un jersey, una pelota de goma y con un poco de suerte, pero
que mucha suerte, una caja de lápices de colores Alpino…
Ahora que cada vez echo de menos
muchas cosas, veo que ponía la ilusión en algo que realmente no merecía la
pena. Ahora, siento cómo me faltan a capítulo los amigos (hace unos días Paco, “el Tatao” con quien estuve en la
escuela y hoy Caballero Bonald) que se me han ido, o los conocidos que antes
veía por la calle. Aquel hombre que venía a la frutería, Pepa que me despachaba
el pan cada mañana…
Hay una costumbre – al menos en
mi pueblo – de poner las fotos de las personas en las lápidas de los nichos.
Cuando uno se da una vuelta por algunos panteones, saltan sorpresas
morrocotudas y la evidencia viene a dar la razón: esto vuela.
Estos días, nos han tenido en
vilo por un satélite que se ha desintegrado en el espacio. En la televisión han
dicho que ¡tranquilos! que va a caer en el mar. Vamos, que la vida del mar
importa un comino y a lo peor tiene hasta la mala suerte de caer sobre alguna
patera o sobre algún barco de esos enormes que son luces en la noche. Pero
claro, puede que eso no importe mucho.
Lo que está claro es que al
hombre – al ser humano – este planeta que un día dijeron fue plano, y luego
comprobaron que era esférico, se le ha quedado pequeño, muy pequeño, como
aquella canción que decía que “el patio de mi casa es particular” y que cuando
llueve se moja y esas cosas, pero de lo que no se entera, mejor, no quiere
enterarse, es que esto vuela…
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