Rafael, “el del helado” era un hombre bajito, de nariz pronunciada, voz
ronca y potente. Estaba casado en segundas nupcias con Margarita, sorda como
una tapia, por lo que Rafael para comunicarse con ella, hablaba a voces, que no
era que tuviese mal humor, no, sino que no tenía otra manera de que lo oyese.
Del primer matrimonio tenía un
hijo, Paco. Del segundo, otro. Se llamaba igual que su padre Rafael, y de
carácter totalmente opuesto a su hermano, al que nosotros conocíamos como Paco
Vila.
Rafael era un buscavidas nato.
Todo el año trapicheaba en lo que daba el tiempo. Compraba cáscaras secas de
naranjas amargas, iba a Coín por manzanas, vendía castañas que traía de
Yunquera y, en las cercanías de la Navidad, vendía peros de Ronda.
Tenía como auxiliar un borrico.
Un borrico grande que era casi un medio mulo. Siempre tuvo una manera de
pregonar la mercancía que lo hacía diferente. Vivía en la esquina de la
Callejuela con la calle Erillas, en la misma casa donde nació el cantaor, Diego
“el Perote”, quizá porque podían
quedar efluvios sueltos de aquel artista del cante por la casa, o quizá, y eso
era más probable, porque Rafael lo llevaba dentro.
Por este tiempo, cuando se
acercaba el verano, se echaba a vender helados por el campo. Dos garrafas, en
el serón del borrico y a colocar la mercancía. Su voz resonaba con una fuerza
especial en las horas plomizas, lentas, interminables de la siesta:
-
“Al
helado, al rico helado” y remataba el pregón: “Que riquillo es, que lo hace Margarita y lo vende Rafael…”
Tenía también una boca de ‘jierro’. De tejas arriba, caía hasta
el mismísimo Padre Santo. La blasfemia era parte de su vocabulario habitual
cada mañana, cuando aparejaba el borrico. Un nuevo Secretario del Ayuntamiento,
alquiló la casa colindante. Su mujer, muy religiosa, escandalizada por el
espectáculo diario, contactó con el párroco para que interviniese en el asunto.
El hombre habló con él y lo amenazó qué de seguir así, lo denunciaría ante la
Guardia Civil y terminaría en la cárcel…
Una mañana, en plena faena, el
borrico se movía y amenazaba con tirar el aparejo y la carga. Rafael, con la
rodilla sobre la harma, apretaba con
todas sus fuerzas la cincha y entre dientes le espetaba al aminal:
-
“No te
aproveches, no te aproveches…”
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