Cada mañana, según a qué hora, se
iniciaba un desfile de personas que no eran de los nuestros. Venían de sitios
lejanos. No sabíamos de dónde, pero sí que tenían un acento diferente, distinto
a nuestra manera de hablar, y sus palabras no eran como las que usábamos entre
nosotros.
Entre aquella gente forastera – “frasteros”, era la manera de llamarlos –
venía el afilador, un hombre enjuto, con la nariz larga, y una voz muy aguda,
que cruzaba la calle después de hacer sonar un artilugio metálico,
identificativo, tan especial que solo lo usaban él o las personas que como él,
se dedicaban al oficio. Aquella voz, anunciaba su presencia: el ¡afilaooooo…! y alargaba la vocal tanto
que hasta llegaba a los rincones más recónditos de las cocinas, donde a esas
horas de la mañana, faenaban las mujeres…
El afilador tenía una bicicleta
que él articulaba de manera especial, le daba la vuelta, como si fuese una
contorsionista metálica, como las que venían en el circo cuando la feria, solo
que aquellas eran mujeres, y ésta, un instrumento de latón y radios en las
ruedas. Las mujeres sacaban cuchillos, utensilios de punta, y sobre todo
tijeras, que el hombre, a veces, además, apretándoles el tornillo que golpeaba
con un martillito especial, sujetaba y hacía que cortasen mejor.
Como aparecía, se iba. A ratos,
se escuchaba en la lejanía su voz, en otra esquina, seguida del sonido largo,
agudo, de aquella especie de flauta que llamaba a las vecinas que podían tener
problemas con el instrumental metálico de la cocina.
Otro personaje que aparecía de
manera esporádica, era un hombre que vendía ajos de Alhaurín. Pregonaba la
mercancía desde la puerta de María Pérez, o sea, en la esquina de la Callejuela
de Padilla. A los niños, nos daba miedo pasar bajo la tenue luz de la bombilla
en las noches de invierno, porque decían que salían fantasmas.
El hombre vestía con una blusa
gris oscura, que le llegaba hasta la media pierna, con dos grandes bolsillos a
los lados. Siempre tenía abrochado el primer botón del cuello, a la altura de
la nuez y dejaba entrever una camisa blanca. Usaba pantalón negro y unas botas
hechas por un zapatero remendón. De su hombro, siempre colgaban las ristras de
ajos, hasta que se desprendía de la mercancía que colocaba a las compradoras….
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