Junio tiene los atardeceres más
largos del año. Amanece pronto; se va la luz muy tarde. El Solsticio de verano
llama a la puerta y en estos días que ya
casi lo tocan con las yemas de los dedos parece que la tarde no se termina.
Hasta horas inusuales impera la luz. Lo invade todo, reina en todo.
En cierta ocasión le pregunté a
una chica que nos atendía en Trosom, - o como se escriba - en Noruega, muy
cerca del Círculo Polar Ártico, ¿Y cómo pueden vivir ustedes con tantas horas
de oscuridad en invierno? ¿Y ustedes, me respondió silenciándome, cómo pueden
vivir con cuarenta grados a la sombra en verano? Llevaba razón, toda la razón.
Ahora los atardeceres son
placidos. El sol se va lentamente. Las sombras de El Hacho y de Sierra de Aguas
avanzan con pereza y a pesar que el reloj dice la hora que es los picachos
soleados de enfrente se resisten a que llegue la noche, esas noches cortas a
las que levanta muy temprano el alba.
Cuando el lubricán deja paso a
la noche en el cielo aparecen algunas estrellas. Las estrellas de verano por la
colocación del eje de la tierra son otras estrellas diferentes, o al menos lo
parece así, de las estrellas de las noches de invierno. Todo el cielo se cubre de puntos luminosos.
Son puntos distantes. Todos tienen su nombre. Los que saben de esas cosas las
identifican con facilidad y dicen cuáles son y a cuántos años luz están de
nosotros.
En estos atardeceres de junio
el campo huele a rastrojo, a paja seca, a campo segado que dio su cosecha y la
mies espera el destino de la era o del granero o a esos camiones que llevarán
la paja hacia los almijares en espera que los días crudos y llenos de humedad.
Se ha coronado El Torcal con
arreboles. Primeros rosáceos, luego anaranjados y terminan de un rojo intenso
que extienden un candilazo por todo el cielo. “Mañana, dice la gente del campo,
habrá aire al amanecer” Y hay aire...
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