Primero, cambió la luz. ¡Oh luz de Dios! y lo que
era noche cerrada se fue haciendo claridad. Y, luego más; y, un poco más. El
lubricán recortó en el horizonte una tenue visión; parecían montañas. No eran
montañas porque la marisma es llana. Un velo de nubes, el vaho de la noche,
desprendía una cortina de gasa vaporosa.
Los árboles de la ribera: eucaliptos, sauces,
alisos… “árboles de la ribera / tened compasión de mí / estoy queriendo de
veras / a quien no me quiere a mí / ni una pizca siquiera”, testificaron su
presencia. Dijeron que están allí. Desde hace mucho tiempo; desde siempre.
El agua del río comenzó a ser espejo. Espejo que
deja ver la cara de las mujeres guapas; espejo que no engaña y dice a lo bello,
que es bello, y a lo otro, pues eso… Ustedes me entienden.
De orilla a orilla, el río es un remanso de paz. Por
sus profundidades van peces que vienen de otros sitios. Los peces se cuentan,
entre ellos, cómo andan las cosas, río abajo o río arriba y como la superficie
está como está, prefieren que nadie les
vea la cara de horror que se ponen cuando se enteran de algunas cosas.
No han subido, todavía, los barcos que vienen de los
mares lejanos; no han bajado, tampoco, los que, por el río, van a esos sitios
que les llaman con nombres raros o hacia aquel lugar donde se suspiraba por la
fortuna que aquí había vuelto la espalda. La gente buscaba “hacer las
Américas”.
“Para los barcos de vela / Sevilla tienen un
camino…” Lo escribió Federico. Ahora, por el río de Sevilla navegan otros
barcos. No son barcos de vela. Llevan
mercancías. Otros transportan otras cosas que enriquecen a algunos y
aniquilan… Esos navegan de noche.
¡Ay, el río! Belleza suprema y única. Quietud y
marcha. “’no te mires en el río / que me haces padecer”. ¡Ay, río de Sevilla y
de la Puebla y de Coria y de los sueños que… se despiertan cuando sol, como en
la fotografía de Pilar, escala por el horizonte y deja ver la mano de Dios en
un amanecer cualquiera!
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