El hombre es mayor; muy mayor. Se apoya en un
bastón. Camina despacio; tiene inseguridad.
El hombre, de joven, fue un buen mozo. Estatura por encima de otros hombres.
Tiene ligeramente encorvada la espalda.
El hombre nunca lleva compañía. Se deduce – no sé
porqué – que vive solo. Se quedó alicortado un día de no se sabe cuándo y desde
entonces su vida es una rutina diaria. Las mismas cosas; los mismos horarios;
los mismos sitios…
El hombre acude cada mañana al bar. Casi a la misma
hora. Ni temprano ni tarde. Los viejos son madrugadores. Él ha debido ver las
primeras luces del alba desde el alféizar de su ventana. Sale a la calle un
poco más tarde…
Se sienta en la mesa donde se sienta cada día. La
chica que sirve en el bar, le pregunta: “¿qué va a ser?”. Y contesta: “lo de
siempre”. Al rato la chica que es muy joven comparada con la edad del hombre le
sirve un café con leche, una tostada de
pan, una aceitera con una botella de aceite y otra con vinagre y sal.
El hombre sabe de lluvias de otoño que riegan los
campos. Son las lluvias que si vienen pronto adelantan la otoñada y maduran la
aceituna para el verdeo y ponen el tempero en su punto para que los barbechos
se conviertan en sementeras.
Sabe de arroyos sin agua y ríos secos y campos
agostados y rastrojos lambidos por los ganados apurando los últimos pajotes.
Sabe que ya se levantaron las eras; las almendras están recogidas; las uvas
esperan la mano que las lleve al pasero; las higueras dejaron de madurar sus
frutos. Las abejas liban en sus ombligos azucarados…
Sabe el nombre de los pájaros que van y vienen, con
su tiempo medido, con sus plumas nuevas, con sus espacios que los esperan al
otro lado del mar cuando Alguien diga que ha llegado la hora y, entonces,
emprenden el vuelo.
El hombre espera también la hora de su vuelo. Hay
otro mar; hay otros campos; hay otros pájaros que cantan de otra manera y allí
dicen que esperan los que se echaron a andar antes y, el hombre, silencioso, piensa
y piensa…
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