El viajero tomó camino – la carretera estrecha y
tortuosa, o sea, lo menos que se vende – a eso de media tarde. Pasó Port Vendres;
dejó atrás la punta de acantilados contra los que se rompen el mar azul,
rabioso y estridente. En la lejanía veleros y olas de nácar y el mar perdido en
el horizonte.
Abajo, la estación de tren; junto a la carretera
pequeñas villas con jardines primorosos y cipreses recortados en el cielo.
Busca la sombra bajo un bosquejo de pinos. Contempla como los viñedos llegan
casi a la misma orilla de la mar. Una vieja estación de servicio ofrece
carburantes.
Cervère tiene el sabor de una vetusta estación de
tren oxidada. Algo parecido le ocurre en Portbou. Más vías que trenes; más
pasado que presente; más recuerdos que futuro. Ahora las comunicaciones quieren
más modernidad; van por otras rutas.
No hay frontera política. Los Pirineos hablan otra
lengua diferente a la que hablan los hombres. Callan. Encierran pasos de
contrabandos y gente que huyó de un lugar a otro. Mas del ‘uno’ hacia el otro,
que al revés…
Llança está junto al mar. El ascenso hacia el Cabo
de Creus es duro, difícil. Como es verano hay mucha gente que va de aquí para
allá. No cabe la prisa. Curvas cerradas; el campo, abrupto. Olivos, pobres;
viñedos, excelentes; algunos almendros.
En Cadaqués, el viajero se sienta junto la ensenada.
No sube a ‘ver’ la casa del genio Dalí y se queda con ese irse lento, monótono
de la tarde. Sabe que está en el punto donde amanece ‘antes’ en la Península
Ibérica pero él sueña con los atardeceres largos de Tarifa, del las playas de
Huelva, del Cabo de San Vicente. El viajero es más de la tarde que de la
mañana.
Sabe que entra en el Ampurdán. Conoció esta tierra
de la mano de la literatura. El introductor un payes magnífico, con boina calada y un
cigarrillo mal liado entre los labios. Solía abrocharse el primer botón de la
camisa y contó de su tierra tanto, tanto que…¡ Ah! se llamaba Josep Pla. El
viajero sabe que está en el Ampurdán.
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