Me he llegado hasta la Fuensanta. A la Fuensanta se
va por una carretera estrecha y tortuosa, conforme se pasa el puerto de las
Abejas – por encima de los ochocientos metros largos – después de dejar atrás
Yunquera y, antes de El Burgo, a la
izquierda. La Fuensanta está casi al pie de la carretera.
Tenía ganas de echarme el otoño a la cara. Hay
momentos en que los cuerpos y las almas piden cambios. Todos los ciclos tienen
su fin; el verano, también. Estos calores tardíos porque vienen a destiempo y
porque nos pillan hartos ya vienen muy largos.
Me he encontrado con dos sorpresas desagradables: no
ha llegado el otoño y, en un país como el nuestro, de naturaleza arboricida,
hallo que han talado las choperas. Los varetones nacidos en primavera ya
estaban apuntando a oro viejo, y las hojas anuncian que emprenden el último
viaje antes de terminar como alfombra de sotobosque y volver a la madre tierra.
Si se sigue por el carril lleva hasta el convento de
las Nieves. Lo circunda un muro de piedra. Se desamortizó con Mendizábal: luego
molino de aceite y un montón de peripecias con el paso del tiempo.
Los pinsapos se preparan como esperando algo grande.
El viento revuelto y de levante de media tarde movía las copas de los árboles; silbaba en los cerros;
los olivos están arromerados. Al volver a casa me he dado a las “Florecillas”
del Poverello de Asís. Copio literalmente: “no hay aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo
lo que hay nos la ha preparado la santa providencia de Dios”. Me resisto y
me pregunto ¿la tala también?
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