Es chiquito y está ahí. Blanco e íntimo; sugerente y
misterioso. Pespunteo de bordado de ángeles; recostado en la ladera desde siempre.
Un chorreo de Vía Láctea que se vino a vivir a la tierra y encontró su encame
al pie de la ladera; al socaire de vientos que venían de otras tierras y dieron
por quedarse.
Fue una prolongación del caserío que se hacía
grande, a medida que los años de tensión y guerra fueron pasando. Primero,
asiento de gentes, que cuando venían los tiempos malos, buscaban el resguardo
de las murallas cercanas del castillo.
Al otro lado, como si fuese un canto al nuevo tiempo
que llegaba, construyeron la mole soberbia del templo. La iglesia de la
Encarnación dijo que la otra, la primitiva, la que había dentro del castillo se
había quedado pequeña y que allí, en su sitio nuevo estaba ella. Tardaron casi
un siglo en levantar sus muros.
Luego, vino el campanario coronado con un último
cuerpo, como levantado con bulla, porque
les apremiaba un no sé qué extraño, y colocaron las campanas que tocaban a misa,
a fuego, a gloria, a enterrito de niño chico, a agoni, a muerto, a rezos de
novena, de triduos, quinarios y septenarios; a vísperas y a ángeulus…Ya se sabe
cómo hablan como solo saben hacerlo, para las ocasiones, las campanas de los
pueblos.
Y ahí sgue él. Impertérrito. Ve cómo pasan los días
y eso que damos en llamar tiempo y cómo sus gentes se van y vuelven en busca de
los recuerdos que se han quedado por las esquinas, en los aleros, en los
alféizares de las ventanas como quien mira al hijo pródigo que viene de lejos,
de muy lejos.
Viejo barrio blanco. Cuna de sueños que buscaron
otros cielos y que siempre lo llevaron dentro porque marcó con ese sello
indeleble del lugar donde nacemos, que enraíza dentro. El Barranco, o el
Albaicín nuestro, que para el caso es lo mismo y que esta tarde Felipe Aranda
ha desplegado, desde el objetivo de su cámara,
como abren la muleta los grandes maestros y ha dicho: ahí queda eso…
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