El viajero dejó el mar en Unquera, enfiló hacia Panes y se
adentró en los Picos de Europa por el Desfiladero de la Hermida. El viajero no
sabía si transitaba por un cuadro de Carlos de Haes. Lo que sí tenía por cierto
era que el pintor belga se había llevado aquellos paisajes a sus lienzos.
El viajero, mejor, la carretera subía a compás del río Deva.
Antes de entrar en el Desfiladero supo que ya traía unido el Cares y que sus
aguas seguían siendo limpias, puras y gélidas. Saltaban entre las rocas y el
verdor de las montañas, a ambos lados, bajaba hasta la lengua del agua.
El viajero se desvió un poco más adelante, hacia la
izquierda, y se acercó a Santa María de Lebeña. Santa María tiene más de mil
años sobre sus piedras y mucha leyenda. Que si el conde Alfonso se quedó ciego
porque Santo Toribio no quería venir a enterrarse allí, que si sus solados,
también. Todo tuvo arreglo. Desisten del intento y recobran la visión.
Cuando llega a Tama sabe que entra en la Liébana. Ya es
campo más abierto en la medida que el campo es abierto en estas tierras. Prados
con cercados de piedra; restos de nieve, en las cumbres. Un indiano plantó una
palmera delante de su casa.
Pregunta por don Marcial al que conoció en un curso de
verano en la Menéndez Pelayo. Le dicen que don Marcial lleva unos días fuera…
Deja recado y sabe que cuando vuelva don Marcial lo llamará y lamentará que no
le hubiese avisado.
En Potes busca alojamiento. Ni hoteles, ni hostales ni
pensiones… Todo lleno. Se lo dice a la señora
que lo atiende en la barra del bar.
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Puede que
haya algo en San Glorio…
Y, cuando la mujer sabe de los kilómetros que trae andados y
a la distancia que queda San Glorio se agarra al teléfono y le busca una casa
donde admiten huéspedes.
El viajero cae rendido. A la mañana siguiente lo despiertan
el azul turquesa que se adentra por la ventana, los campanos de las vacas que
pastan, la brisa, el olor a yerba recién segada... Los Picos de Europa se
recortan en el cielo. El viajero no lo olvidará nunca.
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