En este verano tórrido – no deja de ser un tópico porque si
no hace calor, no es verano – parece que los cipreses no quieren enterarse y se
las andan como si la cosa no fuese con ellos y están a lo suyo que es algo así
como otear los vientos que vienen de muy lejos, y de vez en cuando, lo anuncian
y mecen los pimpollos que apuntan al cielo.
Pero este año los cipreses también lo tienen difícil. No se
mueve ni una pizca de aire. Todo está quieto. Las brisas parecen que se han
tomado unas vacaciones largas y no vienen
ni a dar un recado. Ellos,
siguen ahí. Los veo frente a mi ventana, enhiestos y
esperando a que pase algo.
Los cipreses no tienen buena literatura y los cargan de tristeza y melancolía. Es una exageración
colocarles el sambenito. Ellos no tienen la culpa. Y se mire cómo se mire
siempre se les guarda un sitio allí, en los cementerios, porque alguien dice
que es su lugar idóneo. No estoy de acuerdo.
Decía Martín Descalzo que Roma era la única ciudad del mundo
donde los cipreses no eran tristes. Tampoco son tristes los cipreses del
Generalife granadino, ni los que orlan los caminos de La Toscana, ni lo es el
ciprés de Silos.
Gerardo Diego lo elevó - al ciprés de Silos - a lo más alto del soneto y encadenó
endecasílabos y lo vio como “chorro que casi a las estrellas alcanza”. Los
poetas ven lo que todos miramos y solo ven ellos. Por algo están tocados por la
Gracia de Dios…
Esta mañana en los cipreses, frente a mi ventana, los
gorriones se hacían remolones para emprender la tarea que el Jefe les tenía
encomendada y se perseguían como niños traviesos antes que abran las puertas de
la escuela. En la frondosidad gorjeaban y jugaban entre ellos. Por el Cerro de
la Fiscala apuntaba el primer rayo de sol; apuntaba el día…
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