“Verde que te quiero verde. Verde
viento. Verdes ramas…” Y lo que sigue que escribió Federico García Lorca en su
Romance Sonámbulo. Al “verde verderol” que “¡endulza la puesta de sol”! cantaba
Juan Ramón y hablaba de un nido umbrío en la frondosidad de bosque donde el
pajarillo pone una nota de diferencia.
En las siestas achicharradas del sur de España se entran por
las ventanas de la televisión las campiñas verdes francesas. Son mosaicos de
cuadros, perfectos, milimitrados, esparcidos en su sitio oportuno. El Tour de
Francia viene una vez al año, y una vez al año nos dice que hay - aparte de
todo lo que conlleva el ciclismo – otros lugares preciosos.
El helicóptero pasa su cámara, una y otra vez, por pueblos
de pizarras grises. Alineados, limpios, pulcros y todos echados a voleo como
por un capricho de alguien en medio de una continuidad de verdes.
Los árboles acarician, casi besan, con sus ramas los bordes
del asfalto. Los ciclistas se adentran por bosques encantados. Son lugares más de
hadas que de hombres. Entregan sus esfuerzos entre parajes únicos. Dentro de
unos meses, cuando cambie la estación, serán lugares solitarios pero ahora
están tocados por el encanto.
De vez en cuando es un río de aguas cristalinas quien se
sube al tren del asombro. Ríos limpios, de aguas saltarinas. Vienen
de montañas de la que ni sabemos sus nombres. Van a otros ríos y así… ¡ya se
sabe!
El paisaje que parece tan lejano está ahí solo un poco más
allá de esos montes que durante muchos años nos separaban de tantas cosas. Los
Pirineos no solo fueron fronteras políticas para frenar ideologías. Los
Pirineos dicen que al norte son una cosa; al sur, otra.
En estas siestas cuando el termómetro juega con los cuarenta
grados como los niños juegan en la playa queriendo meter el agua de la mar en
los hoyitos de arena toda parece que se confabula y nos dice que esa belleza
está ahí, solo un poco más allá de donde se ve desde nuestra ventana. ¡Benditas
siesta con los verdes del Tour!
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