Voy a Torremolios, al caer la tarde, cuando el sol decide
que ya está bien por hoy. El mar, azul y salpicado de pañolitos blancos, está
ahí desde siempre y ve una vez más como se acaba el día.
Recogen las toallas los últimos bañistas. Dicen que cuando
entra el ‘Melillero’ al puerto de Málaga una ola de rebufo barre la playa,
recoge todo lo que hay el rebalaje y es una atracción para la gente que solo
viene a las cercanías del mar en los días de verano.
Pasean por la orilla; juegan con un perro grande. Otros lo
hacen por el paseo marítimo. Se bañaron
en el hotel. La ropa nueva canta, desde lejos, que son turistas de ocasión, que
no son los amantes del mar sino que buscan las experiencias que luego contarán
a sus amigos que se quedaron tierra adentro.
Acudo a la llamada de la amistad. Suelen tener conmigo la
gentileza de llamarme y yo siempre acudo. En la vida hay muy pocas cosas que sí
merecen la pena. La llamada de los amigos está entre ellas.
El mar, a medida que entra la noche, se torna oscuro. Se
hace enigmático. En la lejanía se encienten las luces de las traíñas. Las
traíñas son esas barcas pequeñas que no sabemos si vinieron de la mano de los
fenicios o de los romanos o de vaya usted a saber de quién. Pero son algo tan del
mar de Málaga que si no las hubiesen traído habría que inventarlas.
Dicen que allá al otro lado del mar, más allá del horizonte,
esta noche de luna azul un puñado de hombres aguarda que las sombras sean más
largas para subir a una patera. No tienen poesía ni encanto ni belleza una
patera. Solo van cargadas de hombres y de sueños. Muchos, ojalá no se esta
noche, terminarán en un cementerio que no tiene las paredes blancas ni cipreses
en sus tapias.
Paseo por la orilla del mar. Hablamos: Andrés, Emilio, Alfonso…
Las mujeres se han adelantado un poco. Hablan de sus cosas; nosotros, también.
Es una noche de luna azul. El mar está ahí, donde siempre, como siempre.
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