“Yo que tú, forastero, no habría venido”. El Saloon
respiraba polvo del suelo, de la botas de los vaqueros, de los cañones de las
pistolas que un ratillo antes había acribillado a tiros a no sé quiénes que
pasaban por la calle.
El hombre del piano, es decir, el hombre que tocaba el piano
se escondía detrás del mostrador. Las chicas de vida alegre se recogían los
vestidos de colores vivos. Subían a toda prisa por las escaleras hacia los
pisos de arriba…
El hombre que había tenido una vida oscura, muy oscura pidió
un güisqui en vaso corto y lo bebió de un sorbo. Un golpe seco reclamaba al
camarero, que tenía tanto miedo como el pianista, que lo volviese a llenar. Lo
llenó.
Había en aquella taberna con más de garito que de establecimiento
decente mucha ligereza de gatillo. Era
el oeste americano. Era la tierra que media entre las Montañas Rocosas y esos
lagos que parecen mares, con praderas de búfalos y con indios tontos a los que
mataba, uno a uno, el teniente guapo el Séptimo de Caballería de Michigan.
No estamos en el oeste. No. Vivimos en un país del viejo
continente. Antiguamente se llamó Iberia; luego, Hispania; después, al-Andalus.
Se formó un mosaico y todos unidos dieron por llamarle España.
Hay mucha ligereza de gatillo últimamente en esta tierra
nuestra. No es el gatillo de las pistolas. No. Es el gatillo de la lengua. Ese gatillo incontenible que se va con
demasiada facilidad. Con una ligereza que asusta se le llama fascista,
comunista, coleta, ladrón, asesino, puta, perro, criminal… al que no piensa
igual.
Hay, también, quien se empeña en romper el platito pintado y
vuelta la burra al trigo. Y, así hasta que, como en aquella famosa
‘Catilinaria’ de Cicerón alguien use debidamente la legua y pregunte: “¿Hasta
cuándo Catilina vas a seguir abusando de nuestra paciencia?” Algo parecido
habría que preguntarle a estos ‘mesías’ portadores de su verdad…
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