Dicen que media España, y la otra, también, está
achicharrada o a punto de llegar al grado de ebullición. Y, eso no se hace. Eso
es mala condición. La gente habla de cambio climático, de vientos que vienen de
no sé qué desiertos ardientes.
Los que saben hablan del umbral del sueño y esas
cosas. Lo cierto es que por aquí no hay dios que pegue ojo por las noches. O lo
que es lo mismo, se levanta uno con un mal cuerpo propio del que no ha
descansado.
Las casas antiguas de los pueblos tenían las paredes
de barro y piedra. Los muros se medían por medios y por metros enteros. Ahora,
las construcciones modernas, con ladrillos del canto de un papel de fumar, se
calientan como las planchas y despiden calor. Mucho calor.
No todo es malo. Cuando cae la tarde, los jazmines,
suspiros prendidos en el aire ponen una nota de perfume único. Mi madre - ¡ay,
mi madre! – solía ensartar, cada día, una horquilla del pelo y lo colocaba en
el canillo del pecho. Y mi madre olía a jazmines y los jazmines a madre.
Embriagan la dama de noche, la yerbaluisa el
heliotropo, las diamelas… Todavía no han florecido los nardos y aunque Ramón
Gómez de Serna decía que para ser feliz solo necesitaba el verano y los nardos,
yo con todo respeto hacia el maestro me quedo con lo segundo, solo con los segundos.
Nardos, sí, muchos nardos, todos los nardos, pero de lo otro…
Cuando apunta la noche pasean pandillas de muchachas
jóvenes, preciosas. Traen el primer tostado playero. Y eso, también, se lo
debemos al verano. Pero si, además, llevasen con unos jazmines, entonces…
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