“Por la mañana el rocío, / al medio día calor, / por la
noche los mosquitos / no quiero ser labrador”. Cantaba la copla popular de boca en boca para quien quisiera enterarse
si es que había alguno que se hacia el lipendi como si no fuese con él.
Este julio de fuego parece que se despide como quien no
quiere irse. O sea con paso corto, muy cortito, vista al frente y cara de mala
leche (aunque se le parezca no es lo que usted está pensando, que no hombre,
que no).
Se ha hecho largo el puñetero. Abrasan las mañanas,
achicharra al medio día y no refresca
por las noches. Es que como aquellos cines que ofrecían películas de sesión
continuas muy malas y que no terminaban nunca enlazando un rollo con otros.
A eso de las dos que yo no sé si es hora solar, hora
peninsular, hora de las islas Canarias o la hora de machacar al que osa a salir
de la madriguera, el sol caía a plomo sobre el arroyo Jévar. No se movía un
alma. Pasó un coche y llevaba detrás de sí una estela de polvo seco que formaba
una nube suspendida esperando una mano que le empujase hacia algún lado.
Están achicharrados los rastrojos y los cuatro pajotes que
se mantienen en pie anuncian un canto a la supervivencia. Se han perdido los
pájaros. ¿Dónde se meterán a esta hora los pájaros? Solo cantan, a rabiar, las
chicharas desde muy temprano, desde casi antes que apunte el sol por el cerro
de la Fiscala. Calor, demasiado calor.
Me viene a la mente la anécdota que contaba mi amigo Agustín
Lomeña. Era al medio día. La Fuentarriba estaba desierta. Solo ellos dos en la
inmensa soledad de la plaza.
-
¿Jace caló? preguntó por romper el silencio.
-
¿Caló?, Cal, caló, no jace, pero jace caló´,
contestó el otro y encima, se quedó tan pancho.
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