El muchacho tiene esa edad frontera en la que se deja la
adolescencia y se está a la entrada de la edad madura. Tenía el pelo largo y lacio caído sobre la frente; la barba, de
varios días y un par de arrugas incipientes en ambas mejillas. El muchacho
venía sudoroso y embarrado.
El chaparrón que se había presentado a media tarde le
sorprendió en campo abierto sin ningún lugar donde guarecerse. Todo el aguacero
primaveral le había caído sobre su cuerpo. El muchacho estaba empapado.
Calzaba unas botas recias que le recubrían hasta los
tobillos. Las botas tenían grandes plastas de barro en la suela y lo hacían
andar con pasos oscilantes; el pantalón presentaba salpicones que ya se habían
secado pero que le daban un aspecto aún más sucio.
Llevaba un zurrón de cabrero, de piel, viejo y forrado de
pellejo de conejo y que con el paso del tiempo se había pelado por los
laterales; estaba un tanto raído. El zurrón colgaba en bandolera y por entre la
tapa y las esquinas asomaban un puñado de tagardinas frescas y chorreando gotas
de agua.
El muchacho llevaba en la mano derecha una navajita pequeña
para cortar, entre dos tierras, las que encontraba por el camino. Me dijo que
las había cogido en el Lomo Frío, “porque allí están sencillas”. Las tagardinas
crecen en los terrenos baldíos, en los bordes de los caminos, en los lugares
donde se labra poco.
Según qué sitio la llaman de manera diferente: tagannina,
cardillo, almirón, chicoria, lechocino… Me dijo que había tiendas de verduras
que se las compraban y que era una manera de ayudarse en estos tiempos.
La targardina tiene
las hojas recubiertas de espinas pequeñas. Se pelan, arrastrando la uña del dedo pulgar con cuidado para no
hacerse daño. Se come, a modo de berza, en olla con guarnición recia, a saber
tocino, algo de morcilla, un trozo de chorizo… Por cierto, la mejor que me he
comido, últimamente, en los ‘Atanores’, frente a los lavaderos del Valle de
Abdalajís…
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