Conforme pasamos la Fuente de la Higuera tomamos el carril a
mano izquierda. Ascenso lento, suave, agradable. En primer plano, bajo nuestros
ojos, el Convento de Flores; a media distancia, el río caracoleando por el Hoyo
del Conde, por la Vega Redonda…; en la lejanía: El Torcal, los Montes de
Málaga, la Sierra del Valle.
Todos los caseríos tienen nombre y apellido: allá abajo, en
la falda de Sierra de Aguas, la Hedionda – por lo de las aguas cargadas de
sulfuros y olor a huevos podridos -, aquí el Sabinal y los Cortigüelos y allí,
aunque aquello es tierra de Casarabonela, Los Cantareros con espadaña de
capilla y recuerdos de otro tiempo.
“Esta encina, me dice Juan Blanco, tiene las bellotas más
dulces y más carnosas de todo el contorno”. Y seguimos camino arriba y, ya en
la cumbre, giramos a la derecha y nos vamos hacia el Monte Redondo y recordamos
de cuando niños que veníamos a “ver” el mar… Y, ahí abajo, la fuente de Pedro
Sánchez, que aparece en el Libro del Repartimiento.
Huele a tomillo, a romero. Están en flor el almoradux, los
cantuesos, matagallos y las aulagas. Se han vestido los olivos de trama y
brotes tiernos. Los almendros tienen a medio madurar el fruto. Mueve el aire
las remanas; se enrisca en las palmas. Se oyen, pero no se ven, las cencerras
de las cabras. Huele a campo.
Dejamos para otro día el Toril, y el Hoyo de Aurioles y los
Peñones de Juan Díaz, y la Miguela y la Cuesta del Verrón…Por ahí, por encima
del Baece, me dice Juan, estaba la cueva donde murió, muy niño, ‘el Macareno” y recuerda que un milagro salvó a
su hermano Alonso aquel día.
Y de allí nos fuimos a la Cruz del Hacho. Y uno cuando llega
allí no piensa en nada, Respira hondo y da suelta a muchas cosas… ¡Dios mío
cuanto belleza! El pueblo abajo. Suben ruidos del pueblo, sube la vida, a modo
de vaho que busca otras alturas; en la media distancia, la vega abierta, a los
dos lados del río; en el horizonte los montes que recortan el cielo… Después arreció el viento.
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