Por el cristal de la ventana corrían las gotas de agua. Era,
primero, ese vaho que empapa y parece que no moja, y luego se condensa y ya se
sabe... Era eso que en otros sitios lo llaman de maneras diferentes: orvallo,
pamplineo, calabobos - ¡por cierto, qué nombre más feo! – sirimiri y, entonces,
pasaste tú.
Ibas bajo un paraguas. Caminabas con paso firme, seguro.
Sabías a dónde ibas. No te detenías ni ante los escaparates, ni mirabas a
ninguna parte, ni te importaban los charcos que se habían formado entre las
losas de la acera. Seguías la dirección que lleva quien sabe qué quiere y lo
que quiere. Eras tú.
Las gotas de agua, al unirse entre ellas, estrelladas contra
el cristal de la ventana corrían despavoridas. La diferencia de temperatura
entre el interior y la calle le ponían una película vaporosa. Todo estaba como
borroso. Dificultaba la trasparencia. Las gotas bajaban asidas unas a otras
hasta el filo del quicio de la ventana y, allí se quedaban… Pero, eras tú.
Una ola grande barría la bahía… Detrás venía otra y, luego
otra. Era el rumor sordo del mar. La mar estaba muy tranquila; el cielo; muy
gris. Ni un resquicio por el que se asomase el sol. Todo era un compás de una
espera que no se sabe qué es, pero todo esperaba. Solo tú seguiste tu marcha
con paso firme bajo el paraguas…
Tu imagen estaba difuminada. Los contrastes de los colores y
la luz dejaban una figura borrosa. Tenías dos marcos: el de la ventana y el de la
luz. Las gotas de agua daban la belleza de la Gracia de Dios que se venía para
darte el encanto y el misterio que siempre llevas tú…
Te vi pasar. Seguías tu camino. Desde detrás del cristal,
amparado en no sé qué postura de pasividad, te dejé seguir… Eras tú.
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