Era a esa hora en que la luz ya ha cumplido y va de
retirada. Ni tarde, ni temprano; a la hora precisa. En ese momento en que puede
ocurrir cualquier cosa pero nunca pasa nada porque parece que se ha parado el tiempo y dejó la
prisa olvidada no se sabe dónde.
No había nadie en la calle. Estaba desierta. Ni coches, ni
gentes, ni esos niños que encuentran la libertad liberados de la mirada
protectora. No había salido ninguna señora a pasear el perrito; no había ningún
hombre ocioso que no va a ningún parte.
Había cesado la lluvia. Plegaste el paraguas, por cierto
azul, para que todo fuese en armonía y que te servía como contrapunto de
equilibrio mientras mirabas a un punto fijo. A ese punto por donde tiene que
llegar lo que estabas esperando. Pero mira por dónde – cosas que pasan –
también era una ausencia larga, un vacío, un algo que flotaba lejos.
Te inclinaste, hacia adelante, sobre la punta de los pies.
Los tacones de tus zapatos casi no tocaba, el suelo. Había un hálito especial. Era
una manera más de prolongar la mirada hacia el lugar exacto, preciso, deseado,
esperado… Era por donde tendría que aparecer en cualquier momento.
Tu cuerpo atlético, tu boca de admiración entreabierta con
un suspiro que no sale, con un ¡oh! que no llega. Una cintura de bailarina,
unas piernas en tensión y un pelo lacio y suave que decía de ti que eras de una
belleza poco corriente.
Una baldosa un poco levantada, casi justo donde te has
apoyado en el borde, habla de la irregularidad del acerado. Se pierde la calle
difuminada en la lejanía. Un árbol frondoso pone una pincelada verde a la
armonía de tu manera de vestir, a la placidez de la tarde, a la belleza de tu
cuerpo…
Todavía no sé si
esperabas a alguien - ¿quién podría ser ese alguien? - si debía llegar un taxi o si te asomabas para
ver lo traspuesto - porque te pareció bien - a eso que todos damos en llamar
vida.
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