Se coronan con un ramillete, a modo de pompón o de moño, de
color lila. Cuando se forma el fruto sus puntas son agudas y finas. Hieren como
los amores mal correspondidos y desdeñados. Como hieren los desengaños y hacen daño, mucho daño.
Los cocineros que se precian los buscan para las
exquisiteces de sus platos. Dicen que compiten con la alcachofa - con la de huerta - que es la señorita; el
alcacil, el hermano pobre. Sus cabezas daban un sabor especial a las cazuelas
de arroz con colas de bacalao y… alcaciles.
Los que saben dicen que vinieron de África. Los trajo el
viento una mañana cualquiera que soplaba del sur, pasó las aguas azules del
Estrecho y los dejó caer – las semillas – por los bordes de los caminos, en las
lindes de los cercados donde los toros
comen margaritas, jaramagos y cerrajas y en los baldíos.
Dicen, que también tienen otra finalidad. Es el hito, puesto
allí, en su sitio, para que los jilgueros se posen y, entre ellos, compitan a
ver quién tiene los trinos más hermosos, se reten y levanten, cuando lo tengan
a bien, el vuelo.
Claro que al igual las alondras les presentan competencia
desde el mismo suelo. Y, entonces, entran en juego, el canto de los pájaros y el
color. Y el campo rompe en esa sinfonía de amanecer que solo ofrece en estos
días.
Espárragos, setas, collejas, tagardinas, collejas…Barbeito
escribió de ellos: “Alcaucil o alcachofa, según quieras, que por mi zona se le llama alcaucil al de huerta
y alcachofa a la borriquera, por más que las dos pertenezcan al género botánico
de las cynaras” y si el Maestro lo dice así…
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