Discoteca de Murcia.
3 de octubre, martes. Eran seis
palabras. Solo seis palabras. Era la despedida de una chica, Paola, diecisiete
años que contactaba con su madre desde un punto lejano, en teoría de ocio, en
la práctica un calvario de dolor y fuego de infierno. Apuntaba a duras penas el
alba; eran poco más de las seis de la mañana.
Llamaba desde la tierra de
Murcia. En la ciudad por la que pasa el río Segura se había abierto, de golpe,
el fuego por no se sabe qué causas en dos discotecas, al parecer contiguas.
Celebraban una fiesta. Eran cuatro – habían venido de Caravaca de Cruz y se
habían encontrado con otra cruz – pero solo una chica contactaba a través del
teléfono: “mami, la amo. Voy a morir”. Corta pero tremenda despedida. Terrible.
Sabía que iba a morir…
Debió ser algo horrible.
También es horrible la duda y el “¿por qué” de todo esto. Aparecen cantidad
noticias. Muchas contradictorias; otras. sin explicación convincente.
Declaraciones con más o menos fuerza, rabia y dolor, impotencia. Todo es para
nada. Los muertos esperan la identificación forense; la vida, dentro de unos
días, seguirá…
Ustedes me van a decir que
tiene que ser así. Puede que la razón lo imponga, pero ¿dónde está el sentido
común que explique todas esas preguntas que nos hacemos? No tenemos capacidad
para dar una respuesta satisfactoria.
Ahora toca abrir diligencias;
luego, una investigación. Después la máquina de la Justicia lenta, a destiempo,
pesada cuando no contradictoria, y un montón de indeseables que incumplieron –
para ganar más, no les quepa la menor duda – todas las reglas que decían que
esos dos locales tenían que estar cerrados. Todos sabemos lo que significa
estar cerrados, ¿verdad? Hay una pregunta de cajón. ¿por qué estaban abiertos?
Bueno, ahora verán a algunos de
trajes y corbatas negras para la ocasión; otros, desesperados sin que nada ni
nadie pueda llevarles el consuelo. Un puñado de vidas cegadas por la hoz de la
muerte una noche de diversión, de copas y ocio, de asueto…. Un coche, parado un
poco más allá donde cuatro jóvenes se acercaron a Murcia desde Caravaca de la
Cruz a pasar una noche entre amigos sin saber que iban a abrazar la cruz de su
muerte y a darles a sus seres queridos la cruz del desconsuelo. “Mami, la amo.
Voy a morir”. Terrible, el alba apuntaba; el alba de sus vidas se quedaba sin luz.
Ellos sabían que iban a morir…
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