sábado, 21 de octubre de 2023

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Viento del oeste.


                           


21 de octubre, sábado. Tenía unas ganas enormes de poner como música de fondo la Balada de otoño de Serrat. Tenía muchas ganas de repetir eso de “llueve detrás de los cristales, llueve y llueve.”  Sí, sí, esa que habla de chopos medio deshojados, de pardos tejados, que dice que el agua cae sobre los campos. Tenía ganas de sentir el otoño en la ventana…

A primeras horas de la noche, apareció ella. Suave, tibia, temerosa, como quien casi pide permiso por entrarse en la casa si haber llamado a la puerta y uno se siente henchido por dentro con solo saberla tan cercana, tan próxima.

Comencé a mandar correos a los amigos. Todos recibieron el mismo mensaje:

-  Ha empezado a llover sobre Álora…

Hay una eclosión de respuestas. Muestran euforia, alegría. Hay quien va más lejos, Barbeito me dice:

- “La lluvia quiere regalarle un manto a la Virgen de Flores….”

Escuchaba su monotonía en el alféizar de la ventana.  Me asomo al balcón. La veo cómo corre por las cunetas de la calle. Era muy egoísta.  No pensé en los que en esos momentos no veían la lluvia como una bendición del cielo. Ustedes me entienden. Hay demasiado horror casi a la revolver de la esquina.

El cielo de mi sueño, como en la balada, estaba pintado de gris de nubes ahítas de lluvia. (En algunos lugares hay un cielo pintado del rojo de bombas y los misiles) El suelo de aquí, el nuestro, no tenía cascotes de escombros sino una alfombra de hojas de almeces, de frutales, de granados que las dejan caer con la sinfonía que solo ellos saben darle cuando llega este tiempo.

Al rato volvió a soplar el viento. Era el mismo viento que había soplado recio y embravecido durante la tarde. Había arrancado ramas de muchos árboles, había tumbado palmeras o había desprendido las cornisas de algunos edificios para que los periódicos llenen sus portadas con fachadas apuntaladas y servidores de parque y jardines troceando los restos del desastre.

Era el viento del Oeste. Ese viento que había empujado un hato de nubes con gavillas de agua, pero era también el que había dejado, en algunos sitios, una tarjeta de identidad no deseada. Aquí, como no estamos lejos del Atlántico, es un viento que, cuando sopla como tiene que hacerlo, es bien recibido porque es el viento que trae en sus entrañas esa forma de vida que llamamos agua.

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