21 de octubre, sábado. Tenía
unas ganas enormes de poner como música de fondo la Balada de otoño de
Serrat. Tenía muchas ganas de repetir eso de “llueve detrás de los cristales,
llueve y llueve.” Sí, sí, esa que
habla de chopos medio deshojados, de pardos tejados, que dice que el agua cae sobre
los campos. Tenía ganas de sentir el otoño en la ventana…
A primeras horas de la noche,
apareció ella. Suave, tibia, temerosa, como quien casi pide permiso por entrarse
en la casa si haber llamado a la puerta y uno se siente henchido por dentro con
solo saberla tan cercana, tan próxima.
Comencé a mandar correos a los
amigos. Todos recibieron el mismo mensaje:
- Ha empezado a llover sobre Álora…
Hay una eclosión de respuestas.
Muestran euforia, alegría. Hay quien va más lejos, Barbeito me dice:
- “La lluvia quiere regalarle
un manto a la Virgen de Flores….”
Escuchaba su monotonía en el
alféizar de la ventana. Me asomo al
balcón. La veo cómo corre por las cunetas de la calle. Era muy egoísta. No pensé en los que en esos momentos no veían
la lluvia como una bendición del cielo. Ustedes me entienden. Hay demasiado
horror casi a la revolver de la esquina.
El cielo de mi sueño, como en
la balada, estaba pintado de gris de nubes ahítas de lluvia. (En algunos
lugares hay un cielo pintado del rojo de bombas y los misiles) El suelo de aquí,
el nuestro, no tenía cascotes de escombros sino una alfombra de hojas de
almeces, de frutales, de granados que las dejan caer con la sinfonía que solo
ellos saben darle cuando llega este tiempo.
Al rato volvió a soplar el
viento. Era el mismo viento que había soplado recio y embravecido durante la
tarde. Había arrancado ramas de muchos árboles, había tumbado palmeras o había
desprendido las cornisas de algunos edificios para que los periódicos llenen sus
portadas con fachadas apuntaladas y servidores de parque y jardines troceando
los restos del desastre.
Era el viento del Oeste. Ese viento
que había empujado un hato de nubes con gavillas de agua, pero era también el que
había dejado, en algunos sitios, una tarjeta de identidad no deseada. Aquí,
como no estamos lejos del Atlántico, es un viento que, cuando sopla como tiene
que hacerlo, es bien recibido porque es el viento que trae en sus entrañas esa forma
de vida que llamamos agua.
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