14 de octubre, sábado. Cielo
entolado; se ha echado el viento; caen lentamente los primeros pámpanos de la
parra. Parece que eran los que más deseaban la llegada del otoño. Vamos, los
más adelantadillos. Como en todo en la vida. Quien no se aguanta ni tiene espera.
Dice el pluviómetro que a estas
horas de media mañana en que escribo no ha llegado ni a un libro (0.8) el agua
que ha recogido. Le envío la información a algunos amigos que desean el agua de
la lluvia que viene del cielo casi tanto como yo y me dicen: “la meada de un gato”.
Yo no sé lo que suelen expulsar
esos felinos. Deduzco que es algo inversamente proporcional a lo que deseamos,
e inversamente proporcional, también, a la cantidad de odio que se destina en
algunas partes de ese extremo del Mediterráneo, en esa tierra que en los mapas
aparece como excesivamente conflictiva desde siempre y que se llama Palestina.
Nada. No hay manera de poner
fin a cuatro mil años de odio. Me viene a la mente el refrán español. “No hay
peor astilla que la de la misma madera”. ¿Arreglo entre ellos? Se antoja
imposible. Mientras tanto… De verdad que duele hasta pensarlo. Desde los tiempos
bíblicos la madera y la astilla vienen en aquella tierra vienen del mismo
tronco común. ¡La que lío el hombre a pesar de ser tan viejo que dicen que era entonces!
Están llenos los cables que
orillan la carretera de pajarillos. Están desorientados. Me parece que no
contaban con este día gris que les ha amanecido y no saben para donde echarse.
La campiña, que pide agua a gritos, está totalmente en calma; los arboles de
las huertas se han encontrado con un pequeño rocío sobre sus hojas. Ellos tienen
que buscarse el chusco de cada día y probablemente estén pensando para dónde echarse
a buscarlo.
Es tiempo de otoño; es tiempo
de escuchar a Vivaldi. Cada tiempo tiene su música y su autor. A nadie se le
ocurre cantar saetas la Noche Buena o Villancicos en el Rocío. El otoño que para
algunos – es mi caso – es la estación con más encanto, con más poesía dentro es
tiempo para entrarse en el interior de uno mismo. Ah, y si Vivaldi no lo soluciona, a lo mejor
algo de Grieg, Peer Gynt, por ejemplo, en días como el de hoy, también va bien…
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