9 de junio, viernes. El
hombre lo reconoció. En su vuelo alocado impulsado por una fuerza incontenible
pudo alargar el brazo y coger la cruz de madera que colgaba sobre el cabecero
de la cama de Mariquita. La arrojó sobre la niña que estaba tapada bajo las
mantas tiritando de miedo. El hombre cayó desplomado sobre el suelo. Una niebla
densa lo cubrió todo. Era una niebla negra, espesa, mal oliente. Al rato el
hombre pudo incorporarse, la niña tenía los ojos completamente desencajados. No
podía articular ninguna palabra. El hombre se acercó a una mesa cuadrada, en la
cocina, donde su mujer había dejado caer la cabeza sobre sus antebrazos y se
había sumido en el sueño profundo del que no se despierta nunca…
Cuando apuntaba la luz del alba
al otro lado de los montes, enmudecieron los gallos. Aquella mañana tampoco
cantaron los pájaros… Las campanas de la iglesia doblaban con sones agudos y
graves, acompasados…. Nadie daba explicación de lo ocurrido. Cuando la tarde
llegó a la mediación, a la puerta de la casa se personó la manga de la parroquia
escoltada por dos ciriales de latón que semejaban que eran de plata. El cura
llevaba sobre sus hombros una capa pluvial negra, ribeteada de bordados con
hilos amarillos y una estola también negra; las sotanas del sacristán y la de
los monaguillos eran igualmente de color negro. El cura, acompañado por el
sacristán entonó:
In paradisum deducant te angeli… y con
la voz de barítono, se agregada, el sacristán a la salmodia. Cantaban:
In tuo adventu
Suscipiant te
martyres,
Et perducant te
In civitatem
sanctam Jerusalem.
Las campanas doblaban con sones
entrecortados, alternaban los graves y los agudos. Así desde muy temprano, sin
pausas. Aquel día ningún hombre salió al campo; las mujeres tenían la puerta
entreabierta; los perros no ladraban y buscaban donde esconderse; no andaban los
gatos por los bordes de los caballetes ni las palomas volaron a beber el agua
clara en el arroyo... Todo era dolor y silencio.
Pasaron los días, los meses... Se
fueron las tórtolas; las cumbres se cubrieron de blanco, volvieron las
golondrinas…Una y otra vez. El hombre y la niña era dos sonámbulos. No
hablaban. No participaban en nada de lo que ocurría en el pueblo que, poco a
poco, retomaba la normalidad, pero nadie comentaba nada de lo que había
ocurrido aquella noche lejana cuando las monjas del convento de la Encarnación
comenzaban a rezar completas.
Muchos años después un día
dejaron de ver a Mariquita “la del diablo” y a su padre. Nunca nadie
supo más ellos….
El niño, sentado en suelo,
había escuchado con atención a su madre. Sus ojos unas veces iban a la cara de
su madre y otras, a la ventanita de la casa de la casa de Mariquita, “la del
diablo” esperando una respuesta que no llegaba…
No hay comentarios:
Publicar un comentario