12 de junio, lunes. Madrid se pierde
por el espejo retrosivor del coche en una uniformidad desesperante; edificios
uniformes arañan el cielo; la tierra es improductiva. Ha perdido su color propio;
surgen naves industriales; desarrollo del progreso imparable; a la derecha, una
montaña desmochada; por la izquierda, suben al cielo aviones que remontan
altura: han despegado del cercano aeropuerto de Barajas. Ya casi llego a la
famosa Alcalá de Henares. El pueblo se ha hecho grande, muy grande con el paso
del tiempo. Busco un lugar donde dejar el coche…
Me adentro en la ciudad. Echo mano del
recuerdo. Queda muy atrás aquel curso de verano en su Universidad. Uno entonces
era joven. Uno creía en tantas cosas que ahora cuando tira del recuerdo se le
vienen muchas, demasiadas a la cabeza.
Una avenida con nombre muy pomposo está
sembrada de magnolios y rosales llenos de flores; en los laterales, fuentes
homogéneas; un chorro de agua clara, a modo de surtidor, saluda a la tarde.
La calle Mayor – me las ando por el barrio
judío – recuerda un pasado de esplendor. La gente toma refresco en las terrazas
de los bares. La calle Mayor, arranca en el barrio cristiano, se ha convertido
en una sucesión de lugares para pasar el rato; están abiertos los comercios.
Celebran una boda en la catedral. La gente
va vestida con ropas para la ocasión. Toca el órgano; se está bien en la
penumbra. Está adornada la torre con
gallardetes y banderolas. En la explanada de la puerta un monumento a Cisneros
en bronce. Uno piensa que esta ciudad sin Cervantes – paso por delante de lo
que dicen que fue su casa natal - y sin
Cisneros y de su mano la Universidad, hoy sería otra cosa.
La plaza de Cervantes tiene arriates – no
llega a rosedal – sembrados de rosales que ya han agostado la primera floración
de primavera. Paso por delante del colegio de Málaga (¡ay, del obispo Moscoso,
qué poco se le ha reconocido en Málaga). Deambulo. La ciudad antigua está
limpia. La han adaptado para que los peatones disfrutemos de ella: de su
pasado, de sus edificios, de sus cipreses que orlan los laterales de sus calles...
Me llego hasta la Universidad.
Me siento en uno de los pilares de granito. Miro su fachada, la contemplo – una vez más
– me recreo. Pienso en la grandeza del fraile franciscano. Se llamó Francisco
Jiménez de Cisneros… ¡Qué suerte tenemos los españoles con figuras como la de
este hombre!
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