8 de junio, jueves. Era
casi mediodía. Hacía calor. El hombre tenía más calor por dentro que calor
hacía por fuera. Ese calor que da el sol cuando los días comienzan a ser más
largos que las noches. Subió la costera despacio. Sentía un poco de temblar en
las piernas. Pesaba el saco sobre su hombro; en la otra mano llevaba el
picaporro. No había necesitado ni la palmitera, ni la espiocha ni la navaja
cabritera…
Acudió a donde tenía la burra, en
el otro cujón del serón de esparto, puso el nuevo hallazgo. Lo cubrió igual,
con matagallos y retamas. Y ahora, además, y en el mismo sentido que el
albardón sobre la sobreharma colocó un haz de retamas sin que llegasen a
sobresalir por la culata del atajarre. La carga sobre la burra si alguien se
cruzaba por el camino solo delataba a un hombre que llevaba el caldeo del
horno. Desató al animal que con la cola espantaba las moscas. Se echó el
cabestro sobre los hombros, como lo hacía siempre cuando caminaba por delante
de la burra (por cierto, mohína, pequeña y con paso muy vivo sobre todo cuando
iba hacia querencia) y comenzó a bajar por el camino despacio…
Cuando llegó a su casa sacó un
cubo de agua del pozo, le dio de beber al animal y como hacia siempre, metió la
burra en la cuadra. Le echó una pastura en el pesebre. La despojó de la jáquima
y la dejó libre. En la puerta atravesó el palo que solía poner para que no se
saliese y lo incrustó en los dos agujeros, uno frente a otro, en la pared. Llamó a su mujer. Le contó todo lo que había
pasado. La mujer tenía la cara descompuesta a media que el hombre hablaba, entre
dientes:
-
¡Santo Dios del cielo! exclamó. Comenzó a llorar
en silencio… ¿Cómo has podido…? Lloraba intensamente. Cogió un pico del
delantal y le mordió con fuerza y rabia.
Pasó el tiempo. Era a esa hora
en que las monjas del convento de la Encarnación rezaban completas. La hermana
lectora entonó en voz alta el comienzo de la Primera Epístola de Pedro:
“Hermanos sed sobrios y velad
porque el diablo como león rugiente anda a vuestro alrededor buscando a quien
devorar…
La noche estaba serena. De
pronto llegó un hedor penetrante y muy fuerte a azufre. Un estruendo enorme,
como un trueno descomunal que atronó en el espacio. Era un trueno más grande que
cuando cae un rayo, más grande que los truenos de aquella tormenta que se llevó
los molinos de la ribera del río. Era el trueno más grande que el hombre había
escuchado nunca.
Un zumbido de aire alocado lo levantó del suelo. Una voz en su interior le dijo:
- "Vengo por lo que es mío"
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