miércoles, 22 de marzo de 2023

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Antonio Machín, el bolero imperecedero.


                      


22 de marzo, miércoles. Esta mañana, temprano, tuve que ir a hacer unas gestiones a Cártama. La mañana estaba luminosa, preciosa. Abría el día pletórico de luz y vida. Revienta la primavera; el campo pide agua pero se visten los árboles. La carretera, como cada día, a esas horas, cargada. El eje del Guadalhorce reclama una actuación urgente. Se ve que tiene que esperar a no se sabe cuándo…

Una de las pocas emisoras de radio que programan música, en un momento, puso una canción de Antonio Machín: “Somos”. Me quedé sorprendido. Pensé que igual se celebraba alguna conmemoración en la vida de cantante cubano, “el más cubano de los españoles y el más español de los cubanos”. No, al parecer no era por nada especial.

Antonio Machín hoy es un completo desconocido, aunque sus boleros son imperecederos por sus mensajes, por su melodía, por su dulzura… por todo. Las emisoras de radio (ahora se llaman de otra manera y ya no son generalistas) según que especialidad: las informativas solo hablan de política; las deportivas, del Madrid y del Barcelona y si me apuran del At. de Madrid; las musicales, algunas canciones infumables.

Escuchar a Machín era, como si en la vorágine de la carretera, apareciese de pronto un ángel negro, uno de esos Angelitos negros que él reclamaba al pintor porque al cielo también van los negritos buenos. Se me vinieron a la mente: Madrecita, Espérame en el cielo, Dos gardenias, Mira que eres linda y sobre todo el Manisero, con las maracas¡las maracas de Machín!

Machín tuvo una infancia dura. Según él su familia “no era ni muy pobre ni muy rica”. Siempre luchó denodadamente con una música que llegaba al alma. Me van a decir que eran otros tiempos. ¿Acaso se desprecia el cabello de ángel porque es repostería de otro tiempo?

Vivió en medio mundo. En La Habana llegó el éxito; en Nueva York, la consagración; en París y Suecia, el reconocimiento internacional. En 1939 vino a España. Huía de la Guerra Mundial y se refugia en Sevilla. Barcelona, aquella Barcelona de espectáculos y abierta, lo acoge. Desde allí irradia su arte aunque él se casa y reside en Sevilla. Sevilla lo integra, le erige un monumento le da su nombre a una calle, le arropa en la Cofradía de los Negritos  y le da la tierra que cubre su cuerpo en el cementerio de San Fernando.

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