8 de marzo, martes. Baja de
cuerpo; de alma, grande. Cuello corto, pelo negro y ensortijado, ojos enormes. Nació
cuando el siglo XX no había llegado al primer cuarto. La infancia, dura,
durísima. ‘Naturalmente’ una niña del campo no iba a la escuela. El
trabajo era el yugo al que se uncía antes incluso de apuntar el sol. Vino la Guerra.
Le tocó en la acera de los que no habían ganado. Sola y con niños. Su marido
tuvo que poner tierra de por medio…
Era un hombre ‘desaparecido’.
Algunas noches, acudía a su casa. Durante el día, el escondrijo de una cueva en
un lugar donde nadie lo sabía. Según me dijo ella “ni yo misma lo conocía”.
Vino el embarazo. Lo ocultó hasta donde pudo.
A los otros hermanos se agregó el que acaba de llegar. Escarnio entre la sociedad cainita que no
admitía la rota fidelidad al muerto. Soportó lo indecible.
Parte de la familia, “más, que
menos” le volvieron la espalda. Trabajó en las casas. Blanqueaba, “lo que salía,
como una bestia”. ¿Y el jornal? “Tuve suerte, en eso sí, porque en las casas a
las que yo acudía siempre fueron buenos conmigo”.
Lavaba ropas ajenas en el arroyo.
El agua, en invierno, venía tan fría que tenía las manos llenas de grietas y
comidas de sabañones. Se lavaba de rodillas, sobre una piedra, la mayoría de
las veces sola, porque las vecinas no querían ir con ella, por mor de “con
quien te vi te comparé”.
Cuando llegaba la aceituna
sabía de las escarchas por las mañanas, de comer de la talega y de exprimir al
día todo lo que daba de sí. De allí salía el pan para un montón de días, y la
“ropilla de los niños y las medicinas porque entonces los pobres no teníamos
medicinas y la penicilina era de estraperlo”.
Estos días se van a llenar las
calles con manifestaciones – algunas de las que van en ellas no han empatado
con nadie, pero ese es otro cantar - reivindican los derechos justos de las
mujeres a las que ha vilipendiado parte de una sociedad machista y canalla. Una
sociedad que no lo puede arreglar pidiendo perdón. El perdón es otra cosa.
Pienso en ella. En mi casa le
estábamos agradecidos, muy agradecidos. La queríamos mucho. (Su hijo Antonio era
amigo mío. Él me llevó y enseñó la mina de Los Calderones, antes de caer
a la Cañada de la Panera, y por debajo de la Zurriaga y Majaluna).
Ella se llamaba María.
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