27 de marzo, lunes. Están
los templos en penumbras y no hay flores -tiempo de Pasión obliga – en los altares.
Están a rebosar las Casas de Hermandades y tiene semiabiertas las puertas por
las que hace unos días entraron cajas con cirios – “niño aguanta la vela que la
procesión es larga” y se han desempolvado enseres. Se le saca brillo, mucho
brillo a la alpaca para que parezca plata y están a pedir de mal de ojos los
varales de los tronos… Está todo, bueno, casi todo…
Hace unas cuantas noches Antonio
Javier Trujillo nos leyó el atlas de su vida. Todo comenzó de niño, de muy niño,
tan niño que una tarde, cuando lo llevaban de la mano, alguien le preguntó:
-
“Niño, ¿y esa corbata negra?
-
Es luto por mi abuela Javiera…
Antonio Javier con palabra
certera, precisa, oportuna comenzó a evocar nombres que no por ausentes han
perdido presencia en el recuerdo. A esas personas les puso su momento y su
esquina, su lugar y aportación. Gracia a ellos hoy somos los que estamos…
El niño que se nos ha hecho hombre
sin que casi nos demos cuenta, las otras noches desgranó como se desgrana los
sentimientos, con un ¡ay¡ que se entrecorta en la garganta, casi todo lo que él
ha vivido que es algo más que mucho, muchísimo, y nos lo contó con esa palabra
sorprendemte de quien tiene muchos caminos andados a pesar de tener al juventud
a pedir de mano.
Hizo una introducción antológica.
¡Qué maravilla de conversación entre su pueblo, que se quedaba y él que se iba!
Lo primero, cierto. Lo segundo, no. Nunca se fue del todo. Siempre como aquella
letra de zorcico (por cierto, “Pamplona, qué ciudad”) ambicionó volver y lo ha
hecho por esa puerta grande que se abre en contadas ocasiones, en los momentos
especiales como ese que evoca al maestro Alcántara “cuando está que arde el
atardecer…”
La religiosidad cuando no se
vive es impostura. Antonio Javier buscó los momentos únicos. Supimos que en San
Juan “ahora, no huele a nada” y de la corana de espinas que lleva la Virgen de
la Animas o de la Soledad o de la Piedad o de ese Jesús que baja de la Torres,
del Calvario, o que casi roza con sus dedos las paredes o va sobre un catafalco
– donde él toca el tambor - o entra en ‘otra’ Jerusalén, o se reencuentra con su
Madre, Dolores, una mañana de Despedía…
A todo eso, él lo llamó Pregón
de Semana Santa; algunos de nosotros, deleite.
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