Calle Erillas. Dibujo a plumilla
2 de mayo, lunes. Cal y
embrujo.
Silencio de pasos perdidos; los
últimos noctámbulos regresan al encuentro con la manta acogedora en las noches frías
de invierno.
Repiqueteo de canales que
rebotan en la acera, tambor de cerámica, en un chaparrón de madrugada…
Erillas es calle de pintor de
acuarelas. De cielo de estrellas que están casi al alcance de la mano.
Debe su nombre – el diminutivo
ya te lo dice – a las eras que había en el Cerrillo, que redunda en
información, para trillar el cereal. Debió ser tierra – el Cerrillo – que daba
poco pan y negaba todo lo demás. Pero, de esto, ya solo el recuerdo.
Arrancó – la calle – en el Caño
Copado, se calzó al bordear la Vera Cruz y termina, o con vista al cielo limpio
o revuelve la esquina para seguir por la del Viento.
De hijos ilustres – que sepa
quien esto suscribe – será necesario hacer constar que de aquí salieron dos
alcaldes: Cristóbal Pérez, que puso el agua potable en las casas del pueblo y a
quien mi madre decía – y yo, también – que habría que ponerle dos velas por los
viajes que nos había ahorrado a la fuente y Antonio López, el alcalde más
votado de la Democracia y el más breve porque dimitió al poquísimo tiempo; un
cantaor, Diego Beiveder, “Diego, el
Perote” nacido, según información de una placa gris sobre la fachada blanca
de la calle que hace esquina con la Callejuela de Padilla, donde las noches de
invierno salían fantasmas…¿Qué no me cree? Será porque no los ha visto… y el
maestro Paquirri, que junto al maestro Escalona era pilar de las celebraciones
de Carnaval. Su hijo Alonso, heredó gracia y profesión, y tenía tanto arte como
para poner en su tarjeta de visita: “artesano del cabello”. Pepa, su madre,
terciaba hoja del calendario por el Día de Navidad y a quien Dios cambió de
domicilio cuando casi tocaba el siglo con la mano, y nos dejó un vacío enorme
porque se nos fue la mujer con más edad de la calle…
-
Pepa, que cumpla usted muchos más.
-
No hijo, a mis años, de uno en uno…
¿Entiendes ahora lo del
embrujo? Convendrás que Erillas – la calle de Diego Borrego, el autor de la
plumilla que ilustra el artículo y la mía – no es una calle cualquiera.
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