¿Te acuerdas? Era una mañana de
sol tibio y viento echado, como se echan los toros después de una noche de
luna, como se echa el campo cuando ha pasado un tornado, como se echa el alma
después de haber depurado un montón de emociones…
Llegamos a Coria, ‘Coria
camaronera’, que había cantado el Pali y, antes, Gelves, la tierra de los
Gallos, esos que fueron tan grandes, tan soberbios, que solo un puñado de
hombres ha sido capaz de llegar a alcanzar la gloria que ellos consiguieron.
Y, después, vino Coria. Coria
estaba allí desde siempre aunque yo no había estado nunca. Y aparcamos para ir
a ver el parque que el príncipe japonés quiso visitar en su última estancia y
dejó un legado - ¿por qué las cosas que se regalan se valoran tan poco? – para
reponer lo que los cafres son capaces de destruir en un rato.
En un puesto callejero tomamos
camarones, camarones de río abajo o de sabe usted de dónde pero tan exquisitos
que aún queda un regusto de recuerdo en el paladar y ese no sé qué que no se
olvida de los lugares que se descubren al azar pero, también, porque una mano
amiga te llevó hasta allí.
Y subimos a la ermita de la
Vera Cruz en el Cerro de San Juan. Desde aquella ‘altura’ se ve que Coria
extiende los brazos al Aljarafe y a la Vega y a pedir de mano, La Puebla y la
Dehesa y…, los campos ahítos de arroz pidiendo siega porque era tiempo y hora,
porque habían cumplido ciclo y a todo le llega su tiempo.
De la Dehesa – sin pollos en
los nidos - ya se habían ido algunos pájaros; no habían llegado aún los que
tenían que venir para pasar el invierno y había un vacío que deja la marcha de
los que ya no están y que aún no se han llenado por los que tienen que cumplir
cita.
Y allí, a orillas del río sauces, alisos, cañas…
¿te acuerdas?, “los álamos eran pentagramas de pájaros y un sereno roce de alas
y hojas”, uno de los espectáculos más excepcionales que se pueden soñar. Todo fue un embeleso, todo fue como aquel día del
Obi en Novosibirsk o el Kama en los
Urales… Todo, único, extraordinario; todo, encanto y ensueño…
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